Las emociones y las decisiones morales

En Science & Vie , se hizo un reportaje sobre  investigaciones de neurobiólogos y psicólogos cognitivos que relacionadas con tomografías cerebrales a sujetos con y sin lesiones en la corteza cerebral, ante una serie de escenarios morales que involucran sensibilidad emocional y discernimiento moral, para ver qué zonas del cerebro se activan. Por ejemplo, un escenario moral es hacer imaginar a los sujetos de la prueba que van en un crucero que de pronto se incendia obligando a los pasajeros a abordar los botes salvavidas y que los botes no son lo suficientemente grandes, y que el de ellos amenaza con hundirse en las aguas heladas por tanto peso, a menos que uno de los pasajeros a bordo, herido de muerte por el incendio, sea sacrificado para salvar su vida y la del resto. Se les pregunta qué harían, si lo sacrificarían o ellos se regresarían al barco por el riesgo de que todos murieran.
En un experimento anterior con este escenario realizado por el psicólogo cognitivo Joshua Greene en 2001, se concluía que la mayoría de los sujetos optaban por la inacción, pues las emociones primaban sobre la moral y la emoción expresada era la aversión a que alguien sufriera. No obstante en las pruebas realizadas recientemente con un escenario similar por el nuerobiólogo Antonio Damasio, los psicólogos y biólogos evolucionistas Michael Koenigs y Marc D. Hauser(1) encontraron que había sujetos que optaban por el sacrificio de la víctima. Esos sujetos habían probado tener en la vida cotidiana una sensibilidad menor que la normal a emociones como la compasión, la vergüenza y la culpa, pero eran totalmente capaces de manejar razonamientos lógicos en esas situaciones. La conclusión de estos investigadores es que en nuestro cerebro hay zonas claramente involucradas en la elaboración de juicios morales y que éstas dependen de la organización cerebral de las emociones. O sea, que si sentimos aversión por el sufrimiento de otros es algo innato en nosotros.
Pero esta aversión natural al sufrimiento de otros no es el único elemento relevante de este sentido moral innato; otros estudios llevados a cabo en la Universidad de Princeton, señalan que estamos también predispuestos a otro comportamiento esencial: el sentimiento de equidad. El descubrimiento de la predisposición innata a la equidad se obtuvo a partir de las imágenes cerebrales de resonancia magnética de dos sujetos jugando a un juego llamado ultimatum.

En el juego, un sujeto A le propone a uno B dividirse una cierta suma de dinero que ellos deberían pagar a alguien más que hará un experimento, decidiendo A solo cómo se dividirán la cantidad. Si B acepta la propuesta, los dos sujetos se embolsarán las partes decididas por A. Si B se rehúsa, la suma se le regresará a quien realice el experimento. Si como en la mayoría de los casos, el sujeto B se rehúsa a cualquier transacción inequitativa (es decir, donde el sujeto A decide a propósito darle una suma menor al sujeto B que la que se guardará para él), aunque B se dé cuenta racionalmente de que la distribución es desigual, está ganando en él pese a todo una decisión emocional, porque sabe que la repartición es injusta. En este juego se pone en evidencia, como lo ha mostrado un equipo de investigadores de la Universidad de Zurich, el papel esencial de un área del cerebro asociada a la producción de emociones como el dolor y la cólera: la llamada ínsula interior, y también la parte derecha de una zona del cerebro llamada corteza prefrontal dorsolateral.

Marc D. Hauser, ahora codirector del programa “Mente, cerebro y comportamiento” en la Universidad de Harvard, señala que este descubrimiento de la relación entre el sentido moral y las emociones es muy significativo porque las emociones en ciertas especies son mecanismos seleccionados por la evolución que permiten a los individuos responder de manera adecuada a situaciones que comprometen su sobrevivencia. ¿Significa esto que el cerebro humano se ha desarrollado para llegar a una configuración que le permite tener un instinto moral?

Las neuronas de la corteza visual motora del cerebro de primates y humanos, las llamadas espejo, codifican visualmente la acción de los otros. Éstas no han sido todavía investigadas a profundidad, pero intervienen en actos que se encadenan; por ejemplo, que alguien acerque la comida a un primate, que éste lo vea y la agarre en consecuencia. Estas neuronas se activan en los actos transitivos en el caso de los monos, pero no en los intransitivos.

Las neuronas espejo en los humanos tienen la diferencia de que se activan también en los actos intransitivos, es decir, en alguien que está solamente contemplando actuar al otro, y posibilitan que ese alguien reproduzca o haga un acto análogo, o que aprenda un patrón de acción nuevo, como acordes en el piano y la guitarra; o que simplemente disfrute viendo un partido de fútbol. Estas neuronas espejo nos permiten también observar las emociones primarias de los otros seres humanos que son básicamente las mismas en todas las culturas, aunque en ellas cobren matices distintos. Se han hecho varios experimentos con bebés que observan, por ejemplo, llorar a otros bebés, y lloran y los tratan de consolar acercándoles un juguete, por ejemplo. Esto demuestra que estamos cableados desde el principio para sentir aversión hacia el sufrimiento de un semejante o incluso de un animal, independientemente de nuestra cultura. Esto quiere decir también que muchas de nuestras emociones son de empatía con nuestros semejantes, que nos identificamos con ellos. Estas emociones son las fuerzas fundamentales de la vida social humana, sin ellas no habría cooperación.

La aversión a la inequidad puede estar también fundamentada en la necesidad de la cooperación; pues ésta le ha permitido al ser humano sobrevivir con cierto equilibrio social en una gran diversidad de ambientes, cosa que nos diferencia de otras especies; pero también nos ha permitido destruir estos ambientes y destruirnos, porque nuestros genes también posibilitan que haya competencia entre nosotros mismos. Pero la cooperación depende también de los genes.

En un experimento realizado por un grupo de investigación de la Universidad de Pittsburg, en Estados Unidos, se analizó el genoma de varios individuos con propensión a la violencia o con psicopatía, a los que se les medía la intensidad con que se les activaba la amígdala cerebral, responsable de muchas conductas emocionales instintivas, y se encontró que la activación dependía del tamaño de un gene transportador de serotonina, un neurotransmisor. Aunque la existencia de un gene de este tamaño o de una lesión determinada no tiene que dar por resultado una conducta no cooperativa o violenta, los genes son nuestra herramienta para interactuar con el ambiente y éste en última instancia es el que determina su desencadenamiento.

No obstante el hecho de que los desencadenantes de la acción  moral en la humanidad estén programados emocionalmente en nosotros desde un principio y sean producto de la evolución, es obvio que el lenguaje juega un papel esencial en la comunicación, justificación y negociación de las emociones que nos posibilitan vivir socialmente y mantenernos cohesionados pese a todo. Antonio Damasio en su libro Looking for Spinoza, señala que las emociones son nuestra manera de reaccionar al ambiente y los sentimientos son la construcción racional, muchas veces expresada lingüísticamente, que hacemos de ellas para comunicarlas y comunicarnos.

Las recientes investigaciones sobre la mente y el cerebro nos hacen ver cada vez más que la división entre razón y emoción es algo que fabricamos, y de allí proviene, según Marc D. Hauser, en su libro Moral Minds, nuestra imposibilidad de resolver sólo racionalmente ciertos dilemas morales que se nos presentan. Uno de ellos sería, por ejemplo, el que plantea ahora el hecho de que nuestras vidas se prolonguen indefinidamente gracias a la medicina (cosa que no sucedía entre los antiguos grupos de cazadores-recolectores) y que se pueda sostener por mucho tiempo la vida de un enfermo terminal aunque su sufrimiento sea muy grande.

Por un lado, está el sentimiento de aversión al sufrimiento de un semejante que todos compartimos y por otro, está el deber moral de los médicos, impuesto racionalmente, de conservar la vida del paciente a como dé lugar. Pero, como dice Marc D. Hauser, en el permiso que pueden dar el enfermo y sus familiares a los médicos de desconectarlo de los aparatos que mantienen su vida, predomina una decisión de tipo moral emocional determinada más por la circunstancia que por las reglas que los médicos se impongan.
En la mayoría de las decisiones morales que tomamos hay un ingrediente emocional que se ajusta a la circunstancia y nos permite enfrentarla y en esa medida el comportamiento ético depende de la sensibilidad a las emociones.

1. Marc D. Hauser acaba de publicar un libro titulado Moral Minds, Harper Collins, 2006, en el que postula que los desencadenantes de la acción moral están ya programados en nuestro cerebro, de forma similar a las estructuras generadoras de la gramática postuladas por Noam Chomski.  
Alicia García Bergua / www.cienciorama.unam.mx

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