Agudicé mis oídos y algunos
segundos después le respondí: -Sí, estoy escuchando el ruido de una carreta.
-En efecto -dijo mi padre-, y es una carreta vacía. Me sorprendió su seguridad
y le pregunté intrigado: -¿Cómo sabes que es una carreta vacía si todavía no la
vemos?
-Porque mete mucho ruido -me
respondió sonriendo mi padre-, cuanto más vacía está la carreta, es mayor el
ruido que hace.
Me convertí en adulto y cuando
veo una persona que habla demasiado, que acapara la palabra, que parece
regodearse en el encanto de su propia voz, me acuerdo siempre de las palabras
de mi padre:
-Cuanto más vacía la carreta,
mayor es el ruido que hace.
(Enviada por un educador de Fe y Alegría de Paraguay)
Discutían un día el fuego, el
agua y el viento sobre cuál de ellos era más importante.
-Soy yo -argumentaba el fuego-,
sin mí todos morirían de frío.
-Estás muy equivocado -clamaba el
agua-, el más importante de todos soy yo, sin mí todos morirían de sed. -¡Cómo
pueden ser tan ilusos! -porfiaba el aire- ¿no se dan cuenta que sin mí todos se
asfixiarían enseguida, e incluso ni siquiera podrían nacer?
Entonces, vieron que Dios pasaba
por allí, les sonreía en silencio, y seguía de largo, sin decir nada. Desde
aquel momento, ni el agua, ni el fuego ni el aire han vuelto a decir una palabra
y cada uno desempeña humildemente y en silencio su labor.*
Vivimos en un mundo donde las
palabras cada día tienen menos valor. Palabra rebajada a mera cháchara vana, a chisme que hurga en la
intimidad de los demás, a rumor que enloda vidas y personas o engendra el
sobresalto. La publicidad y la política han
hecho de las palabras el arte de la seducción
y el engaño y han terminado por matarlas. Muchos, más que facilidad de
palabra, tienen dificultad de callarse.
Vivimos aturdidos de palabras y
de ruidos. Palabras y palabras, montones de palabras muertas, sin carne, sin
contenido, sin verdad. Dichas sin el menor respeto a uno mismo ni a los demás,
para salir del paso, para confundir, para ganar tiempo, para acusar a otro, sin
importar que sea inocente, para sacudirse de la propia responsabilidad. Todo
genocidio empezó con la descalificación verbal del otro. Los colonizadores
europeos llamaron salvajes e irracionales a los indios, los esclavistas
calificaron de bestias a los negros, los nazis denominaban ratas a los judíos y
gitanos. No pronunciemos ni aceptemos por eso ninguna palabra ofensiva,
descalificadora, sembradora de división y de violencia. No escuchemos ni
sigamos tampoco a los que las dicen, los que mienten sin el menor pudor, los
que prometen y no cumplen, los que rebajan la felicidad a tener ropas de marca.
Si a todo el mundo le preocupa la
devaluación de su moneda, debería preocuparle todavía más la devaluación de la
palabra. Palabras como amor, justicia, libertad..., ya no significan nada o
pueden incluso significar todo lo contrario: sexo indiscriminado, venganza,
capricho... Es imposible construir un país o un mundo genuinamente humanos si
la palabra no tiene valor alguno, si lo falso y lo verdadero son medios
igualmente válidos para lograr los objetivos, si ya nunca vamos a estar ciertos
de qué es mentira y qué es verdad. En consecuencia, necesitamos con urgencia
una educación que recupere el valor de la palabra, que enseñe a hablar y
escuchar sólo palabras verdaderas, encarnadas en la conducta y en la vida.
Palabras maduradas en el silencio del corazón. Desde el silencio, a la palabra
y el encuentro. Sólo se podrá comunicar el que es capaz de distanciarse del clima
de los rumores, si crea un ambiente de silencio en su interior, si se torna
disponible, si presta atención, si se abre a recibir.
No olvides nunca que es
preferible ser dueño de tu silencio que esclavo de tus palabras.
"El mejor modo de decir es
hacer", repetía José Martí. Sólo palabras-hechos, sólo la coherencia entre
discursos y políticas, entre proclamas y vida, entre conducta y declaración,
nos podrá liberar del actual laberinto que nos asfixia y destruye. Enseñemos a
analizar y desoír los cantos de sirena, las promesas de los falsos mesías que
no viven lo que anuncian, las publicidades que ofrecen plenitud en las gotas de
un perfume o en las falacias de una dieta milagrosa. No escuchemos llamados que
nos separan y dividen; palabras o discursos que nos siembran la ira y la
venganza. Aislemos y demos la espalda a los charlatanes, y oigamos el ruido
ensordecedor de sus vidas y acciones que no dejan escuchar lo que en vano se
esfuerzan por decirnos.
"En el principio era la
Palabra, y la Palabra estaba ante Dios, y la Palabra era Dios" (Juan 1,1).
Jesús es la Palabra inagotable de Dios, una palabra de amor y de perdón. Jesús,
Palabra de Dios, siempre vivió lo que decía. Palabra y Vida siempre fueron
juntas. Por eso, vivió lo que proclamaba y su vida fue su principal enseñanza.
Fue, por eso, El Maestro.
Los educadores debemos
esforzarnos por educar con el ejemplo i vida, de modo que no neguemos con
nuestras acciones y a lo que pronuncian nuestros labios. Que boca y vida no se contradigan
nunca y brinden siempre la misma enseñanza. No olvides nunca la vieja fábula La
Zorra y el Leñador de Esopo:
Una zorra estaba siendo
perseguida por unos cazadores cuando llegó a la cabaña de un leñador y le
suplicó que la escondiera. El leñador le permitió entrar y le dijo que no se preocupara.
Enseguida llegaron los cazadores
y le preguntaron al leñador si había visto a la zorra. El leñador les dijo con
la voz que no, pero con su mano les señalaba disimuladamente dónde estaba
escondida la zorra.
Los cazadores no comprendieron
las señas de la mano y se confiaron únicamente en lo que Ies había dicho con
sus palabras.
La zorra, al ver que se marchaban,
salió y se fue sin decir nada.
El leñador comenzó a reprocharle
su ingratitud que, a pesar de que le había salvado, no le daba las gracias.
-Te hubiera dado las gracias si
tu mano y tu boca hubieran dicho lo mismo -contestó la zorra.
Texto de Antonio Pérez Esclarín / Parábolas
para vivir en felicidad
Si desea un fondo musical, active el reproductor
No hay comentarios:
Publicar un comentario