En una entrevista cuenta George Steiner una anécdota de su niñez, cuando asistía en Francia con cinco o seis años al jardín de infancia. Los pequeños llevaban batas azules y tenían que ponerse en pie cuando entraba el maestro.
El primer día del curso se cumplió el ritual y el profesor con aire severo paseó su mirada sobre los críos antes de decir en tono desafiante: «Caballeros, o ustedes o yo.» Todos los que hemos dado clase alguna vez, sobre todo a un público muy joven, entendemos bastante bien el sentido de este dilema aparentemente truculento. Y es que la enseñanza siempre implica una cierta forma de coacción, de pugna entre voluntades.
Ningún niño quiere aprender o por lo menos ningún niño quiere aprender aquello que le cuesta trabajo asimilar y que le quita el tiempo precioso que desea dedicar a sus juegos. Aún recuerdo la desolación de uno de mis sobrinos (circa ocho años) cuando su madre le decía cualquiera de esas tardes mágicas de la infancia que era ya hora de ponerse a hacer los deberes; lanzaba una mirada de frustración a sus recortables, al fuerte donde los vaqueros repelían el asalto de los indios, a sus videojuegos, y suspiraba:
«¿A estudiar, ahora? ¡Con todo lo que tengo que hacer!» Yo, que nunca fui buen estudiante, simpatizaba fervorosamente con su desaliento pero no tenía más remedio que ponerme del lado de la aparente tiranía adulta. ¿Aparente... o real? ¿Es acaso cierto que obligamos a los niños a estudiar por su propio bien, según la detestable expresión que los años nos hacen llegar a aborrecer porque suele servir también para legitimar las peores injerencias públicas en nuestra vida? ¿Tenemos derecho a imponerles la disciplina sin la cual desde luego no aprenderían la mayoría de las cosas que consideramos imprescindible que lleguen a saber?
En cierto sentido, la tiranía es real. Hablamos de «tiranía» cuando quien tiene el poder fuerza a otros para que hagan o dejen de hacer algo en contra de su voluntad. Y no cabe duda de que esto es lo que sucede en los primeros años de cualquier tipo de enseñanza. Pero los tiranos, protestarán muchos, no imponen su dictadura por el bien de sus víctimas sino por el suyo propio. Bueno, sin llegar quizá a los extremos de Calígula, es evidente que nosotros tampoco educamos a los niños sólo por su propio bien sino también y quizá ante todo por razones egoístas.
Hubert Hannoun (en Comprendre l'éducation) aventura que educamos «para no morir, para preservar una cierta forma de perennidad, para perpetuarnos a través del educando como el artista intenta perdurar por medio de su obra».
Ante la fugacidad desesperante de la vida y la muerte que todo parece borrarlo, no hay sed más imperiosa que la de tratar de perpetuar nuestra experiencia, nuestra memoria colectiva, nuestros hábitos y nuestras destrezas, transmitiéndolos a quienes provienen de nuestra carne y crecen en nuestra comunidad. Non omnis moriar, escribió Horacio confiando en la posteridad de su obra, y nosotros tampoco queremos morir del todo, delegando la conservación de lo que somos y anhelamos a la generación venidera.
La educación constituye así algo parecido a una obra de arte colectiva que da forma a seres humanos en lugar de escribir en papel o esculpir en mármol. Y como en cualquier obra de arte, hay mucho más de autoafirmación narcisista que de altruismo...
Olivier Reboul, en su Filosofía de la educación, sostiene que «educar no es fabricar adultos según un modelo sino liberar en cada hombre lo que le impide ser él mismo, permitirle realizarse según su "genio" singular». Esta declaración, con la que resulta casi inevitable simpatizar, debe ser matizada. Para que el neófito llegue a ser él mismo, la educación debe fabricarle como adulto de acuerdo con un modelo previo, por mucho que tal modelo sea abierto, tentativo, capaz de innovar sobre lo recibido, etc. El maestro no estudia en el niño el modelo de madurez de éste, sino que es el niño quien ha de estudiar orientado por un ejemplo de excelencia que el maestro conoce y le transmite. Naturalmente que el educador ha de comprender lo mejor posible las características y aptitudes peculiares del neófito para enseñarle del modo más provechoso, pero ello no implica que lo que el niño ya es deba servirle de pauta para lo que se pretende que llegue a ser.
El profesor no sólo, ni quizá principalmente, enseña con sus meros conocimientos científicos, sino con el arte persuasivo de su ascendiente sobre quienes le atienden: debe ser capaz de seducir sin hipnotizar. ¡Cuántas veces la vocación del alumno se despierta más por adhesión a un maestro preferido que a la materia misma que éste imparte! Quizá la excesiva personalidad del maestro pueda dificultar o aun pervertir su función de mediador social ante los jóvenes, pero tengo por indudable que sin una cierta personalidad el maestro deja de serlo y se convierte en desganado gramófono o en policía ocasional. Es el momento de recordar que la pedagogía tiene mucho más de arte que de ciencia, es decir que admite consejos y técnicas pero que nunca se domina más que por el ejercicio mismo de cada día, que tanto debe en los casos más afortunados a la intuición.
Fernando Sabater / El valor de educar(Fragmento)
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