Existe un extraordinario recurso social e individual que habitualmente no tenemos en cuenta y que despilfarramos. Los griegos le tenían un gran respeto y lo consideraban una manifestación divina: el entusiasmo. El entusiasmo es energía, empuje y fe. Es una fuerza de tracción que tiende hacia lo que está en lo alto, hacia lo que tiene valor. Una potencia que impele a ir más allá de sí mismo.
En la vida social, política y religiosa, hay momentos creativos en los cuales, en el transcurso de pocos meses o de pocos años, se crean nuevas formaciones sociales que luego persisten en el tiempo, y pueden tener una enorme influencia en la historia. Pensemos en el nacimiento del budismo, del cristianismo, del islam o de los partidos socialistas. Sólo durante esos estados fluidos se pueden edificar nuevas estructuras políticas o religiosas. La gente se comporta como una masa de metal incandescente. Echada en un molde asume esa forma y la conserva. Los grandes constructores de imperios y de partidos han sabido aprovechar este momento mágico.
Lo mismo ocurre en nuestra vida individual. Hay períodos en los que nuestras capacidades se multiplican. Animados por una fuerza extraordinaria, los obstáculos no nos espantan, es más, nos refuerzan. Cuando estamos enamorados, cuando descubrimos una nueva fe política o religiosa somos capaces de romper con el pasado, de abandonar nuestras costumbres y nuestras mezquindades. Podemos fundirnos con el otro, o los otros, recomenzar desde el principio. Es en esos momentos cuando debemos construir. Porque luego, acabado el entusiasmo, volvemos a ser perezosos, puntillosos y prudentes.
El entusiasmo es una cualidad de los jóvenes porque son capaces de creer y de arriesgarse. Porque precisan un ideal y una fe. Los adultos, y aún más los ancianos, a menudo están decepcionados y amargados. Son pocos los que conservan la capacidad de renacer y renovarse. Por eso, con su potencial de energía creativa los jóvenes son un recurso de la sociedad. Retrasar tanto su ingreso en el mundo laboral significa una pérdida para todos.
Pero el entusiasmo es un recurso inestable. Si no es asumido y cultivado, se desvanece. Y son muy pocos aquellos que saben mantenerlo vivo y alimentarlo. En efecto, para crear o incluso sólo conservar el entusiasmo en los demás, es preciso poseerlo. Debemos creer en lo que hacemos, en nuestra tarea, en nuestra misión. No se suscita entusiasmo calculando con el pesillo las ventajas y las desventajas.
Hace falta tener una meta, una fe. Es preciso tener confianza en los seres humanos. Y también hace falta rigor moral. Algunas personas saben suscitar entusiasmo con instrumentos demagógicos, histriónicos, en una asamblea, en una convención. Pero, al final se traicionan si no son íntimamente sinceros, si no tienen una verdadera fuerza moral, si no son portadores de valores. Se rodean de cortesanos hipócritas y construyen sobre la arena.
Por desgracia, en las escuelas, en las empresas y en las instituciones hay innumerables personas que no escatiman medios para apagar el entusiasmo y destruirlo. Personas que no tienen valores ni ideales, que sólo trabajan por el sueldo, la ganancia o el prestigio. Estos sujetos temen a los innovadores porque su empuje pone en crisis sus posiciones de poder. A menudo son tiránicos y quieren ser temidos por sus subordinados. Por eso hieren, humillan y mortifican a aquellos que son más vivaces, entusiastas y llenos de vida.
Luego están los cínicos y los funcionarios obtusos que ponen obstáculos por pereza. Por último, hay deshonestos y criminales que explotan a quien trabaja y crea algo. Éstos son los destructores de la riqueza humana y social.
Alberto Alberoni
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