-Prakash, ¿en verdad quieres verme y poseerme plenamente?
-Por supuesto que lo quiero, ese es mi mayor deseo –replicó con impaciencia Prakash-. Toda mi vida he esperado ese momento. Incluso me daría por satisfecho si sólo lograra vislumbrarte ténuamente.
-Voy a satisfacer tus ansias. Te abrazaré en la cumbre de la montaña, lejos de todos.
Al día siguiente, Prakash, el hombre santo, se despertó excitado después de una noche inquieta. La vista de la montaña y la idea de ver a Dios cara a cara le ponían a galopar el corazón. Caminaba como si estuviera a punto de volar. Entonces, comenzó a pensar con impaciencia qué le regalaría a Dios porque, sin duda alguna, Dios estaría esperando algún regalo.
-¡Ya lo tengo! –pensó Prakash ilusionado-. Le llevaré mi hermoso jarrón nuevo. Es lo único valioso que yo tengo y sin duda Dios agradecerá mi desprendimiento. Pero no puedo llevárselo vacío. Debo llenarlo con algo.
Por largo rato estuvo pensando lo que metería en el jarrón que iba a regalar a Dios. No tenía ni oro, ni plata, ni piedras preciosas, y además pensó que esas cosas tal vez no le agradarían tanto a Dios pues él mismo las había creado.
-Llenaré el jarrón con mis oraciones y mis buenas obras. Sin duda que es esto lo que Dios espera de un hombre santo como yo. Recogeré mis sacrificios y privaciones, mi servicio al prójimo, las largas horas de meditación y de oración y se las entregaré a Dios en mi jarrón nuevo.
Prakash se sintió feliz de haber descubierto lo que Dios quería y decidió aumentar sus buenas obras y oraciones para llenar pronto el jarrón que regalaría a Dios. Durante las semanas siguientes anotó cada oración, cada sacrificio, cada obra buena colocando una piedrita en el jarrón. Cuando estuviera a punto de rebosar, subiría con él a la montaña y se lo ofrecería a Dios.
Por fin, con su hermoso jarrón lleno de piedritas, Prakash se puso en camino rumbo a la montaña. A cada paso iba repitiendo lo que le diría a Dios: “Mira, Señor, ¿te gusta mi precioso jarrón? Espero que sí. Estoy seguro que te encantará todo lo que he hecho por llenarlo y para agradarte a ti. Tómalo y ahora sí, abrázame”.
Prakash siguió subiendo la montaña lo más rápido que podía. Se moría de las ganas de ver y abrazar a su Dios. Repitiendo entre jadeos su discurso llegó por fin a la cumbre pero Dios no estaba allí.
-Dios, ¿dónde estás? Me invitaste a verme aquí y yo he cumplido con mi parte. Aquí estoy, pero no te veo. ¿Dónde estás? Por favor, Dios, no me decepciones...
Lleno de dolor y desespero, el santo hombre se echó al suelo y rompió a llorar. Entonces, oyó una voz que descendía retumbando de las nubes:
-¿Quién está ahí abajo? ¿Por qué te escondes de mí? ¿Eres tú, Prakash? No te veo. ¿Por qué te escondes? ¿Qué has puesto entre nosotros?
-Sí, señor, soy yo, Prakash. Tu santo hombre. Te he traído este precioso jarrón. Mi vida entera está en él. Lo he traído para ti.
-Pero no te veo. ¿Por qué te empeñas en esconderte detrás de ese enorme jarrón? Así va a ser imposible que nos veamos. Deseo abrazarte fuertemente; por eso, arroja bien lejos el jarrón. Bota lo que tiene adentro.
Prakash no podía creer lo que estaba oyendo: cómo iba a romper su jarrón tan preciado que contenía todas las buenas obras que él había hecho por su Dios...
-No, señor, mi hermoso jarrón, no. Lo he traído especialmente para ti. Lo he ido llenando pacientemente con mis...
-Tíralo, Prakash. Dáselo a otro, si quieres, pero libérate de él. Deseo abrazarte a ti, Prakash. Te quiero a ti por lo que eres y no por lo que has hecho por mí. Bota, bota ese jarrón, que ya no aguanto las ganas de abrazarte...
(Tomado de Lázaro Albar Marin:
“Espiritualidad y praxis del orante cristiano”).
Cuánto nos cuesta aceptar que Dios nos ama incondicionalmente, sin importar lo que hagamos. Pensamos que compramos su amor a base de nuestras pequeñas buenas obras. Cómo nos cuesta aceptar la parábola del Hijo Pródigo y terminar de entender que Dios es ese Padre Bueno que todas las tardes se pone a esperar con el corazón agusanado de dolor el regreso de su hijo. Y cuando, por fin, lo ve llegar, se arroja en sus brazos, lo cubre de besos y en vez de escuchar las palabras de perdón del hijo arrepentido, le manda preparar una gran fiesta.
Nosotros nos parecemos demasiado al hermano mayor de la parábola. Nos cuesta aceptar que el Padre sea tan bueno, no podemos comprender su júbilo y alegría. Querríamos, en definitiva, un Dios menos bueno.
Como somos pequeños y mezquinos, como nos cuesta perdonar, nos hemos hecho una idea de Dios pequeño como nosotros, a nuestra imagen y semejanza. Ya lo decía Feuerbach: “Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, y los hombres le pagamos con la misma moneda: nos hemos hecho una idea de Dios de acuerdo a lo que somos”. Dios nos creó por amor y es su amor el que nos sustenta.
El verdadero amor -y Dios es amor- es desinteresado, se entrega sin esperar recompensa. Ama siempre sin esperar la respuesta de la persona amada. Dios nos ama infinitamente: nos llamó a la vida por amor y nos entregó generosamente todas las obras de la creación para que nos sirvamos de ellas y veamos en ellas las huellas de su mano. Si en verdad creemos que somos amados por Dios, nunca podemos considerarnos solos.
Todos somos amados por Dios, pero somos muy pocos los que lo sabemos y muchísimos menos todavía los que lo experimentamos. De ahí el deber de ser mediadores del amor paternal de Dios con todos los que lo ignoran. Dios nos dio la vida para que la demos. Debemos ver a los demás, a los vecinos, a los alumnos, a la gente que nos encontramos en la calle, como los ve Dios. Dios nos ha elegido para mostrar, a través nuestro, su amor a los demás. Por ello, que nadie se despida de tí sin sentirse mejor.
Antonio Pérez Esclarín
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