Buscando la paz


La paz como ausencia de guerra

Para muchos la paz significa seguridad nacional, estabilidad, el orden público. La asocian con educación, cultura, deber cívico, salud y prosperidad, comodidad y tranquilidad. Es la buena vida. Ahora bien, ¿pueden todos compartir una paz que se funde en eso y en nada más? Si para unos pocos privilegiados la buena vida significa opciones ilimitadas y consumo excesivo, los demás, lógicamente, tienen por lo tanto que trabajar como esclavos y sufrir una pobreza agobiadora. ¿Se le puede llamar paz a eso?

En vísperas de la Segunda Guerra Mundial mi abuelo, Eberhard Arnold, escribió lo siguiente: ¿Es suficiente el pacifismo? No creo que sea suficiente. Cuando bajo el nuevo gobierno de Hitler han matado a más de mil personas injustamente, sin juicio, ¿no es eso ya guerra?

Cuando en los campos de concentración les han robado la libertad y despojado de toda dignidad humana a centenares de miles de personas, ¿no es guerra eso?

Cuando en Asia millones de personas mueren de hambre mientras en Norteamérica y otros lugares se almacenan millones de toneladas de trigo, ¿no es guerra eso?

Cuando miles de mujeres prostituyen sus cuerpos y arruinan sus vidas por el dinero, cuando millones de abortos ocurren cada año, ¿no es guerra eso?

Cuando hombres y mujeres y niños se ven obligados a trabajar como esclavos para a duras penas proveer de leche y pan a sus hijos, ¿no es guerra eso?

Cuando los adinerados viven en mansiones rodeadas por parques mientras que en otros vecindarios hay familias que tienen que compartir un solo cuarto, ¿no es guerra eso?

Cuando una sola persona acumula una cuenta bancaria enorme mientras que otras ganan apenas lo suficiente para sus necesidades básicas, ¿no es guerra eso?

Cuando conductores de automóviles irresponsables causan miles de muertes por año, ¿no es guerra eso?
No estoy de acuerdo con un pacifismo que sostiene que no habrá más guerras. Tal afirmación no es válida. En todas partes hay guerras—siguen hasta el día de hoy…No puedo apoyar un pacifismo cuyos representantes se aferran a las mismas causas que originan la guerra: la propiedad privada y el capitalismo. No tengo ninguna fe en el pacifismo de hombres de negocio que apabullan a sus competidores, o de hombres casados que no pueden ni siquiera vivir en paz y amor con sus esposas.

Prefiero no usar la palabra “pacifismo”—soy un defensor de la paz. Jesús dijo: “Bienaventurados los pacificadores”. Si de veras deseo la paz, tengo que representarla en todos los ámbitos de la vida.

En términos políticos, la paz toma la forma de acuerdos comerciales, arreglos y tratados de paz. Tales tratados son poco más que frágiles equilibrios políticos negociados en un ambiente sumamente tenso. A menudo siembran semillas de nuevos conflictos peores que los que pretendían resolver. Hay muchos ejemplos, desde el Tratado de Versalles, que terminó la Primera Guerra Mundial pero atizó el violento nacionalismo que precipitó la próxima guerra, hasta la Conferencia de Yalta, que terminó la Segunda Guerra Mundial pero alimentó las tensiones que llevaron a la Guerra Fría. Los ceses al fuego no ofrecen garantía alguna de que terminará el odio.

Todo el mundo está de acuerdo con que la paz es la respuesta a la guerra, pero, ¿qué clase de paz? Escribe el Rabí Cohen:

La oscuridad es la ausencia de la luz, pero la paz no es solamente el cese de las hostilidades. Se puede firmar tratados, intercambiar embajadores y mandar los ejércitos de vuelta a casa, pero aun así puede ser que todavía no haya paz. La paz es metafísica y cósmica en sus consecuencias.
De hecho, la paz no es la ausencia de guerra sino la máxima afirmación de lo que puede ser.

La paz en la biblia

Una manera de examinar los significados más profundos de la paz es ver lo que dice la Biblia al respecto. Tal vez el Antiguo Testamento no tenga concepto más rico en significado que el de shalom, la palabra hebrea para “paz”, difícil de traducir debido a la profundidad y amplitud de sus connotaciones.

No se limita a un solo significado, puesto que también podría traducirse como plenitud, solidez o integridad. Se extiende mucho más allá de lo que comúnmente entendemos por la palabra “paz”.

Shalom significa el fin de la guerra y del conflicto, pero también significa amistad, bienestar, seguridad y salud, prosperidad, abundancia, tranquilidad, armonía con la naturaleza, y hasta salvación. Y significa estas cosas para todos, no sólo para unos pocos electos. En última instancia, shalom es una bendición, un don de Dios. No es un intento humano. Se aplica al estado del individuo pero también a las relaciones interpersonales e internacionales, y entre Dios y el ser humano. Además, shalom está íntimamente ligado a la justicia porque es el disfrute o celebración de relaciones humanas que de injustas han sido transformadas en justas.

Howard Goeringer, en su libro He Is Our Peace (Él es nuestra paz), ilustra un significado aún más radical de shalom: el amor al enemigo.

En el año 587 a. C. el ejército babilonio invadió Judea y se llevó rehenes de Jerusalén al exilio. Bajo esas circunstancias difíciles fue que Jeremías escribió estas palabras extraordinarias: “Buscad el shalom de la ciudad donde os he enviado al exilio e implorad al Señor por ella: en el shalom de ella tendréis vuestro shalom”. Los refugiados se vieron obligados a vivir en el exilio mientras observaban el colapso de su cultura judía. Odiaban a sus apresadores, anhelaban regresar a su patria y resentían la falla de Dios en no salvarlos—no podían creer lo que Jeremías les decía. Este alocado hombre de Dios les exhortaba a amar a quienes les habían capturado, tratar bien a sus enemigos y rogar al Señor que bendijera a sus perseguidores con shalom.

Como era de esperarse, la carta de Jeremías no fue popular; no fue un best-seller. Los afligidos rehenes no podían entender de qué manera su propio bienestar y el de sus apresadores estaban inseparablemente vinculados.

Nada más que pensar en servir con espíritu de bondad, cuidar a sus enfermos, enseñarles juegos judíos a sus hijos o trabajar una hora extra para quienes les habían puesto en cautiverio—¡eso era una tontería!

Goeringer tiene razón: a menudo la paz de Dios parece ser algo completamente irracional, no sólo a los ojos de los sensatos de este mundo, sino también de la mayoría de la gente religiosa.

La paz es uno de los temas centrales del Nuevo Testamento también, donde se usa mayormente la palabra griega: eirene. En su contexto bíblico, eirene se extiende mucho más allá de su significado de “descanso” en el griego clásico, e incluye muchas de las connotaciones de shalom.
En el Nuevo Testamento, el Mesías Jesús es portador, signo e instrumento de la paz de Dios. San Pablo dice que Cristo es nuestra paz. En él se reconcilian todas las cosas. Por eso su mensaje se llama el evangelio de la paz. Es la buena nueva del reino venidero, del Reino de Dios, donde todas las cosas caen en orden.

La paz como causa social

El mundo está lleno de activistas que luchan por buenas causas: defienden el medio ambiente y a los desamparados, denuncian la guerra y la injusticia social, luchan por las mujeres maltratadas y las minorías oprimidas, etc., etc. En los años sesenta, marchamos con Martin Luther King, junto a mucha gente de diversas afiliaciones religiosas. Ahora, cuarenta años más tarde, muchos hacen suya la lucha por la abolición de la pena de muerte, causa con la cual mi propia comunidad está profundamente comprometida y que, en su sentido más amplio, es una lucha contra las injusticias del sistema judicial estadounidense. Tanto en el ambiente local como en los casos de prisioneros políticos cuya fama ya es internacional, nos hemos topado con horrores que demuestran que la política de “orden público” tiene más que ver con la violencia y el temor que con la paz.

He conocido a mucha gente en tales movimientos, personas muy dedicadas, hombres y mujeres cuyo mérito no pongo en duda. Sin embargo, es penoso observar la fragmentación que marca la vida de tantos luchadores por la paz y la justicia, y las diferencias que a menudo les llevan a reñir entre sí.

Varios pensamientos afloran a la mente cuando recordamos los años sesenta, época en la que abundaron los llamados peaceniks (aficionados de la paz).

El profundo deseo de los admiradores de los Beatles cuando cantaban una y otra vez: “Give peace a chance!” (¡Pon a prueba la paz!) era auténticamente espiritual. Que no se menosprecie.

Lo que la juventud llevó a cabo en los años sesenta y setenta contrasta con lo que hace ahora: en los años sesenta y setenta muchos jóvenes intentaron transformar en hechos sus sueños y esperanzas. Condujeron marchas, formaron comunas, hicieron actos de desobediencia civil, organizaron sit ins (sentadas), protestas y proyectos al servicio de la comunidad. Nadie pudo acusarles de ser apáticos. No obstante, es difícil olvidar cómo, entonces, muchos gritaban por la paz con rostros torcidos por la ira. Tampoco es fácil olvidar que esa época se hundió en cinismo y anarquía.

¿Qué sucede cuando se agota el idealismo, se termina el mitin político y se acaba el “verano del amor”? ¿Qué sucede cuando las comunas pacíficas y las relaciones amorosas se hacen pedazos? ¿Se convierte la paz en otra mercancía cultural más, un símbolo para adornar la camiseta o para pegar en el parachoques del auto?

En su libro, The Long Loneliness (La larga soledad), Dorothy Day, la legendaria mujer radical que fundó el Catholic Worker (Trabajador Católico), comenta que a veces el anhelo de la juventud por un mundo mejor se inspira tanto en el nihilismo y el egoísmo como en cualquier otra cosa. Los jóvenes idealizan el cambio, dice ella, pero rara vez están dispuestos a comenzar consigo mismos. Una vez más citamos al Rabí Cohen:

Un individuo puede marchar por la paz o votar por la paz e influir un poco, tal vez, en los asuntos globales. Pero en su casa, ese mismo individuo, en toda su pequeñez, es un gigante a los ojos de sus hijos. La paz se construye ladrillo por ladrillo: hay que comenzar con el individuo.

La paz en la vida personal

Sylvia Beels vino a nuestra comunidad cuando joven; hoy es una noventona.

Vino de Londres justo antes de estallar la Segunda Guerra Mundial. En su juventud, el movimiento pacifista se oponía a la guerra pero no a la injusticia social. Eso, me dice, la dejó insatisfecha y le hizo anhelar algo más.

Cuando tenía nueve años vi una película de guerra que me horrorizó, y desde entonces supe que nunca podría ver la guerra como algo bueno, no importa cuán buena fuera la causa.

Después de casarnos, mi esposo, Raymond, y yo nos hicimos miembros del “Club de Libros de Izquierda” y leímos todos sus libros. Nos reuníamos regularmente con un grupo de amigos para discutir esos libros. Buscamos y buscamos para dar con una salida del laberinto de ideas humanas—la guerra, la paz, la política, la moralidad convencional versus el amor libre, etc.—pero
no adelantamos ni un paso en el camino hacia una sociedad pacífica y justa.

Luego, durante el largo y difícil parto que tuvo al dar luz a su primera hija, Sylvia se dio cuenta de que su vida personal estaba marcada por los mismos problemas que acosaban a la sociedad. Tenía por delante una prometedora carrera en el campo de la música, pero su matrimonio estaba en ruinas y su mente turbada. En ese instante decidió que antes de poder contribuir en algo a la paz mundial, tenía que encontrar la paz consigo misma y con los demás.

Maureen Burn, una anciana de mi comunidad, llegó a la misma conclusión después de ser, por años, activista en contra de la guerra. Tenía dinero, conexiones sociales y una personalidad vibrante, todo lo cual contribuía a que fuera bien conocida y efectiva como pacifista en su país, Inglaterra.

Fui idealista y rebelde desde muy joven. La Primera Guerra Mundial me preocupaba, aunque no era más que una niña. Se nos decía que el káiser alemán había causado la guerra, y cuando tenía diez años le escribí una carta pidiéndole que por favor la terminara. Siempre estuve en contra de la guerra.

Mi esposo, Matthew, prominente oficial de salud pública, también era pacifista. La Primera Guerra Mundial lo convirtió en ardiente antimilitarista y campeón de la justicia social. Nuestro interés común en la Revolución Rusa de 1918, las obras de Tolstoy y las cruzadas de Gandhi creó un lazo entre nosotros, y terminamos por casarnos.

Para entonces muchos jóvenes se iban a Moscú. También nosotros, Matthew y yo, nos sentíamos atraídos por el ideal comunista: “de cada uno de acuerdo con su capacidad, a cada uno de acuerdo con su necesidad”, y propuse que nosotros también nos mudáramos a Rusia con nuestros pequeños hijos…Fue sólo cuando Matthew dijo: “Una bomba tirada por un comunista es igual de mala que una tirada por un capitalista”, que cambié de parecer.

Cada año, en el Día del Armisticio, Matthew desaparecía. No sé adónde iba. Celebrar ese día con un gran desfile militar frente a la tumba del soldado desconocido era para él un insulto a los muertos. Nunca se puso las medallas que ganó en la guerra. En una ocasión después de la guerra, declaró Matthew— me dijo su madre—que jamás volvería a hacer nada por una sociedad tan podrida en la que hasta el clero, en sus prédicas, incitaba a los jóvenes a matar…”

Durante los bombardeos de Inglaterra en la Segunda Guerra Mundial, muchas ciudades decidieron evacuar a los niños. Matthew y Maureen tuvieron que dar con un lugar para sus cuatro hijos, el menor de los cuales no había cumplido un año todavía. El trabajo de Matthew le exigía permanecer en la ciudad. Maureen no sabía dónde ir. Justo entonces descubrió Maureen que estaba embarazada con su quinto hijo. En aquellas circunstancias, entre tanta incertidumbre, ella y Matthew optaron por un aborto.

Cuando volví a casa después, mi esposo sugirió que me fuera a mi hermana Kathleen para unos días de descanso. Kathleen vivía en el Bruderhof. Le escribí, preguntándole si podía ir por una breve temporada, y contestó que sí.

No tenía idea del choque que allí me aguardaba. Estaba leyendo uno de los escritos del Bruderhof—no recuerdo el título del libro. Fuese el que fuera, decía claramente que abortar era matar: matar una vida nueva en el vientre era tan injustificable a los ojos de Dios como participar en la matanza de una guerra. Yo había sido racionalista hasta entonces. Nada terrible le veía al aborto. Entonces, sin embargo, caí en un estado de gran agitación y por primera vez sentí el horror de lo que yo misma había cometido.

No lloro fácilmente, pero en ese momento tuve que llorar y llorar. Lamentaba profundamente lo que había hecho, deseaba con todo el alma que se pudiera deshacer. Aunque yo no era más que una visitante de la comunidad, mi hermana me llevó a hablar con uno de los ministros, a quien le conté todo. Me invitó el ministro a una reunión de miembros, donde oraron por mí. De inmediato supe que había sido perdonada. Fue un milagro, un don; llena de alegría y de paz, pude hacer un nuevo comienzo en mi vida.

Nada es tan vital—ni tan doloroso—como reconocer la falta de paz en el propio corazón, en nuestras propias vidas. Para algunos puede tratarse de odio o resentimientos; para otros, de engaño, división o confusión; para otros más, de simple vacío o depresión. En el sentido más profundo, todo eso es violencia y, por lo tanto, hay que enfrentarla y vencerla. Escribe Thomas Merton:

Hay un tipo moderno de violencia muy difundido, al cual sucumben con mayor facilidad los idealistas que luchan por la paz con métodos no violentos: se trata del activismo y del exceso de trabajo. La prisa y la presión de la vida moderna son una modalidad, tal vez la más común, de esa violencia.

Dejarse arrastrar por múltiples intereses contradictorios, someterse a demasiadas exigencias, comprometerse con demasiados proyectos, querer ayudar a todo el mundo en toda situación—es sucumbir a la violencia; más aún, es cooperar con la violencia. El frenesí del activista neutraliza su trabajo por la paz. Destruye la productividad de su propia labor porque mata la raíz de sabiduría interior que rinde trabajo fructífero.

Muchas son los que se sienten llamados a dedicarse a la causa de la paz, pero en su mayoría dan marcha atrás cuando se dan cuenta de que no pueden ofrecerla a los demás sin antes haberla descubierto en su fuero interno. Incapaces de encontrar armonía en su vida personal, al poco tiempo se sienten completamente agotados.

En los casos más trágicos, una persona puede sufrir una desilusión tal que se quite la vida. Pienso en Phil Ochs, el cantante popular, conocido activista por la paz en los años sesenta; y en Mitch Snyder, fundador del Center for Creative Nonviolence (Centro para la no-violencia creativa), insigne y admirado defensor de los desamparados en Washington, DC.

La paz de Dios

La verdadera paz no es mera causa noble que cualquiera puede hacer suya y dedicarse a ella con buenas intenciones. Tampoco es algo que se puede poseer o comprar. La paz presupone lucha. Se le encuentra al asumir las batallas fundamentales de la vida: la de la vida contra la muerte, la del bien contra el mal, la de la verdad contra la mentira. Sí, es un don, pero también es resultado del más intenso esfuerzo. De hecho, varios versículos de los Salmos nos dan a entender que es en el mismo proceso de esforzarse por la paz que se la encuentra. Esa paz es el resultado de arrostrar y vencer, no de evitar, el conflicto. Y como está arraigada en la justicia, la paz genuina—la paz de Dios—deshace las relaciones falsas, altera los sistemas injustos y desenmascara las mentiras que prometen una paz ilusoria. Arranca las semillas de todo lo que estorba la verdadera paz.

La paz de Dios no incluye automáticamente la tranquilidad interior, ni la ausencia de conflictos u otras ideas mundanas de lo que constituye paz. Como podemos ver en la vida de Jesucristo, fue precisamente por haber rechazado al mundo y la paz que da el mundo, que Él, Cristo, estableció la paz perfecta que Él da, una paz arraigada en su aceptación del más angustioso autosacrificio imaginable: la muerte en la cruz.

Esto es algo que, hoy en día, muchos de los que nos llamamos cristianos hemos olvidado o bien no queremos ver. Queremos la paz, pero la queremos bajo nuestras condiciones. Queremos una paz cómoda. Pero la paz no puede venir rápida o fácilmente si ha de perdurar. No puede significar meramente una sensación de bienestar o de equilibrio psicológico, una impresión placentera que hoy está aquí y mañana se ha ido. La paz de Dios es más que un estado de ánimo. Escribe Dorothy Sayers:

Creo que es un gran error presentar el cristianismo como algo encantador y popular, sin que tenga nada que ofenda…No debemos pasar por alto el hecho de que Jesús, el manso y bondadoso, era tan inflexible en sus opiniones y tan inflamatorio en su lenguaje que lo echaron de la iglesia, lo apedrearon, lo persiguieron de un sitio a otro y, finalmente, lo llevaron al patíbulo por agitador, por ser peligroso para la sociedad. Fuese lo que fuese su paz, no era la paz de una amable indiferencia.

Aquí debo señalar que, a pesar de mi propia fe en Cristo no creo que uno necesariamente tenga que ser cristiano para encontrar la paz de Jesucristo.

Cierto, no podemos hacer caso omiso de las declaraciones de Jesús: “El que no recoge conmigo, desparrama”, y “el que no está conmigo, está contra mí”. Sin embargo, ¿qué quiere decir “estar con” Jesús? ¿No deja Jesús bien en claro Él mismo que las palabras religiosas y las expresiones piadosas no son lo importante?

Jesucristo considera los actos de compasión y misericordia—considera lo que se hace por amor: hasta el vaso de agua que se le ofrece al sediento será recompensado “en el Reino de los Cielos”.

Jesús no es un concepto o un artículo teológico: es una persona. Su verdad abarca mucho más de lo que nuestra limitada inteligencia puede comprender.

Sea como fuera, millones de budistas, musulmanes y judíos—y también de agnósticos y ateos—practican en sus vidas, con más convicción que muchos de los que se dicen cristianos, el amor que Jesucristo nos manda tener. Y no soy quién para juzgar si ellos poseen la paz del Señor o no.
Fuente: Johann Christoph Arnold (En Busca de Paz)

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