Cuentos Orientales (2)

El verdadero poder

Un hombre de corazón endurecido decidió hacerse discípulo de un sabio con fama de tener mucho conocimiento y poder. En realidad, lo que deseaba era llegar a convertirse en maestro él mismo y reunir miles de discípulos que lo venerasen y satisfacieran todos sus caprichos. Pero el sabio, leyendo el corazón de aquel hombre, lo rechazó como discípulo. No obstante, no se dio por vencido. Corría el rumor de que el maestro poseía un talismán mágico que era la fuente de su poder y sabiduría, por lo que decidió averiguar si era cierto, y llegado el caso, robarlo. Por fin, una noche, después de mucho esperar y acechar, logró hacerse con el talismán. Pero aquel individuo, por más que manipulaba y estudiaba el talismán, no era capaz de adquirir un ápice de conocimiento ni poder aunque, no obstante, llegó a tener algunas centenas de pobres discípulos a los que enseñaba. Confiaba en que antes o después el talismán le relevase todos sus secretos.

Pero una noche, de repente, apareció en su estancia el maestro.

-Eres un pobre desgraciado que no conoce las consecuencia de sus actos -le espetó-. Haces creer a esos pobres desgraciados que eres un maestro, y en realidad estás manipulando sus emociones y anhelos. Nadie te dio la potestad de enseñar. Esta potestad sólo puede otorgarla un hombre de conocimiento como yo. Y ni yo, ni nadie como yo te la dará jamás. Ahora devuélveme el talismán que me robaste .

Aquel hombre, sintiéndose atrapado, contestó lleno de ira:

-Está bien, tal vez yo no logre nunca el conocimiento y el poder, pero tú lo has perdido y por eso vienes a buscar el talismán mágico que otorga esos dones. Pues has de saber que no te lo devolveré nunca, antes te mataré o tendrás tú que matarme.

-Pobre desgraciado -dijo el maestro-, no te das cuenta de tu estupidez. ¡Yo soy un maestro y puedo hacer otro talismán! ¡Tú con el talismán no puedes ser un maestro!

Opiniones ajenas

Un abuelo y su nieto se encaminaron un día a una aldea vecina para visitar a unos familiares, por lo que se acompañaron de un borrico a fin de hacer más llevadera la jornada. Iba el muchacho montado en el burro cuando al pasar junto a un pueblo oyeron:

-¡Qué vergüenza! El jovencito tan cómodo en el burro y el pobre viejo haciendo el camino a pie.

Oído esto decidieron que fuera el abuelo en la montura y el joven andando. Pero al pasar por otra aldea escucharon:

-¿Viste al egoísta? Él bien tranquilo en el burro, y el muchachito caminando.

Entonces acordaron que lo mejor sería montar los dos en el jumento y así atravesaron otro pueblo, donde unos lugareños les gritaron:

-¿Qué hacéis vosotros? Los dos subidos en el pobre animal. ¡Qué crueldad, vais a terminar reventándolo!

Vista la situación, llegaron a la conclusión de que lo más acertado era continuar a pie los dos para no tener que soportar más comentarios hirientes. Pero pasaron por otro lugar y tuvieron que oír cómo les decían:

-¡Tontos! ¿Cómo se os ocurre ir andando teniendo un burro?

Lo fundamental y lo accesorio

Un hombre se perdió en el desierto. Al cabo de unos días ya punto de morir de sed, vio que una caravana se acercaba. Como pudo, llamó la atención de los viajeros, que presurosos se dirigieron hacia el necesitado. Éste, con un hilo de voz apenas pudo decir:

-Aaaguaa.

-Pobre hombre, parece que quiere agua, rápido, traigan un pellejo -reclamó uno que parecía el jefe.

-Un pellejo no, por Dios -interpeló otro-, no tiene fuerzas para beber en un pellejo, ¿no se dan cuenta? Traíganos una botella y un vaso para que pueda hacerlo cómodamente.

-¿Un vaso de cristal? ¿Estás loco o qué te pasa? -protestó otro de los presentes-. ¿No ves que lo cogerá con tanta ansia que puede romperlo y dañarse? ¡Traigamos un cuenco de madera!

-Aaaguaa... susurró el moribundo.

-Creo que ustedes se han vuelto locos -agregó un cuarto hombre-. ¿Es que acaso no recuerdan que tenemos un vino excelente? Siempre lo reanimará más un buen vaso de vino que el agua. ¡Traigamos el vino!

-Beebeeer -imploró el sediento con sus últimas fuerzas.

-Seguro que el desierto los ha hecho perder el juicio. ¿Cómo vamos a darle vino sin saber si este hombre es musulmán? ¡Estaríamos obligándolo a cometer un gran pecado! Preguntémosle antes si es religioso -solicitó otro hombre de aspecto bondadoso.

-Pero ¿es que de verdad piensan darle de beber aquí a pleno sol? Antes tenemos que ponerlo a la sombra; yo tengo ciertos conocimientos de medicina y les digo que este hombre está ardiendo de fiebre y agotado. Llevémoslo a la caravana y pongámoslo en una cama -intervino otro de los presentes.

A los mercaderes no les dio tiempo a discutir más, aquel hombre acababa de fallecer en sus brazos.

Otro punto de vista

Un paseante vio una vez a un pastor que, subido a una escalera, daba de comer de las tiernas ramas de un árbol a una cabra que llevaba en brazos. A cada rato debía bajarse de la escalera y buscar una nueva posición donde subirse, para que la cabra comiera hojas verdes. Intrigado, preguntó a aquel hombre:

-¿Qué haces ahí subido a la escalera?

-¿No lo ves? -contestó el pastor-. Doy de comer a la cabra.

-¿Y cómo se te ocurre hacer eso? -volvió a preguntar de nuevo-. No ves que así vas a tardar muchísimo tiempo?

-¿Y qué prisa tiene la cabra?

Interpretando los símbolos

Una vez un monje mendicante llegó a un monasterio en busca de alojamiento. Según la tradición lo normal era entablar con el recién llegado un debate sobre distintos aspectos de la enseñanza budista en el que se ponía a prueba tanto al huésped como a los monjes del cenobio. Pero aquel día todos estaban muy cansados, así que el abad decidió que el debate corriera a cargo de un monje que, además de tuerto, tenía pocas luces.

El abad decidió aconsejarlo:

-Como no tienes mucho conocimiento ni facilidad de palabra, procura que el debate se haga en silencio, y además intenta que sea lo más corto posible.

A la mañana siguiente, el abad se encontró con el visitante, que ya partía.

-¿Qué tal fue el debate? -preguntó.

-Puedes sentirte satisfecho de tus monjes, él dijo ser el más torpe de todos, pero confieso que me derrotó claramente por su elevada comprensión del budismo.

-Cuéntame cómo fue el diálogo -rogó el abad.

-Para empezar, yo levanté un dedo, queriendo expresar al Buda. Él contestó levantando dos dedos, haciéndome ver que una cosa era el Buda y otra sus enseñanzas. Yo entonces levanté tres dedos, indicando al Buda, su enseñanza y sus monjes. Pero a continuación él lanzó un puño contra mi cara haciéndome entender que todo parte de una comprensión única y definitiva. No supe qué contestar, así que, derrotado, me marcho de tu monasterio.

Instantes después apareció el monje tuerto, y el abad le pidió el relato de lo ocurrido en el debate.

-Ese hombre era un maleducado, empezó levantando un dedo recordándome que yo tenía solo un ojo; yo fui benevolente y levanté los dos dedos en señal de que él afortunadamente tenía los dos ojos, pero insistió en el insulto al levantar los tres dedos mostrando que entré él y yo teníamos tres ojos, así que le di un puñetazo. Entonces se levantó y se dio la vuelta sin decir nada.

Cielo e infierno cercanos

Un samurai fue a visitar a un viejo sabio para plantearle una duda que lo atormentaba.

-Señor, estoy aquí porque necesito saber si existen el infierno y el paraíso.

-¿Quién lo pregunta? -contestó el maestro.

-Un guerrero samurai.

-¿Tú un samuray? -se burló el maestro-. ¿Con esa cara de idiota que tienes?

El guerrero no daba crédito a lo que oía.

-Seguro que además de estúpido eres un cobarde -se mofó de nuevo.

La ira se adueñó del samurai que desenvainó instintivamente su sable.

-¡Ahora se abren las puertas del infierno! -gritó el anciano.

El guerrero comprendió de súbito la actitud del maestro y guardó su sable avergonzado.

-¡Ahora se abren las puertas del paraíso! -exclamó de nuevo el maestro.
Recopilacióen de Ramiro Calle y Sebastián Vázquez

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