Cuentos Orientales (1)

Las diferencias aparentes


Cuatro viajero provenientes de distintos países que seguían la misma ruta juntaron el poco dinero que tenían para comprar comida.
-El persa dijo: comparemos angur.

-El árabe contestó: no, yo quiero inab.
-El turco no estuvo de acuerdo y exclamó: de eso nada, yo comeré uzum.
-El griego protestó diciendo: lo que compraremos será stafil.
Como ninguno sabía lo que significaban las palabras de los demás, comenzaron a pelear entre sí.
Tenían información, pero carecían de conocimiento.
Pasó por allí un hombre que dijo:
-Yo puedo satisfacer el deseo de todos ustedes, denme su dinero.

Los viajeros accedieron a la solicitud del recién llegado. Al cabo de un rato, el hombre regresó con aquello que todos habían mencionado sin saber que se referían a lo mismo: uvas.

La dificultad de aprender verdaderamente

En cierta ocasión, un hombre de gran erudición, fue a visitar a un anciano que estaba considerado como un sabio. Llevaba la intención de declararse discípulo suyo y aprender de su conocimiento. Cuando llegó a su presencia, manifestó sus pretensiones pero no pudo evitar el dejar constancia de su condición de erudito, opinando y sentenciando sobre cualquier tema a la menor ocasión que tenía oportunidad. En un momento de la visita, el sabio lo invitó a tomar una taza de té. El erudito aceptó, aprovechando para hacer un breve discurso sobre los beneficios del té, sus distintas clases, métodos de cultivo y producción. Cuando la humeante tetera llegó a la mesa, el sabio empezó a servir el té sobre la taza de su invitado. Inmediatamente, la taza comenzó a rebosar, pero el sabio continuaba vertiendo té impasiblemente, derramándose ya el líquido sobre el suelo.

-¿Qué haces insensato? -clamó el erudito-. ¿No ves que la taza ya está llena?

-Ilustro esta situación -contestó el sabio-. Tú, al igual que la taza, estás ya lleno de tus propias creencias y opiniones. ¿De qué te serviría que yo tratara de enseñarte nada?

¿Qué es lo importante?

Un monje de gran devoción e instruido, cruzaba una vez un río en barca cuando al pasar al lado de un pequeño islote, oyó una voz de un hombre que muy torpemente intentaba elevar unas plegarias. En su interior no pudo por menos que entristecerse. ¿Cómo era posible que alguien fuera capaz de entonar tan mal aquellos mantras? Tal vez aquel pobre hombre ignoraba que los mantras debían recitarse con la entonación adecuada, el ritmo y la musicalidad precisas, con la pronunciación perfecta. Decidió entonces ser generoso y desviándose de su rumbo se acercó al islote para instruir a aquel desdichado sobre la importancia de la correcta ejecución de los mantras. No en vano, se consideraba un gran especialista y aquellos mantras no tenían para él ningún secreto. Cuando arribó, pudo ver a un pobre andrajoso de aspecto sosegado cantando unos mantras con poco acierto. El monje, con serena paciencia, dedicó algunas horas a instruir minuciosamente a aquel individuo que a cada momento mostraba efusivas muestras de agradecimiento a su improvisado benefactor. Cuando entendió que por fin aquel sujeto sería capaz de recitar los mantras con cierta solvencia se despidió de él, no sin antes advertirle:

-Y recuerda, mi buen amigo, es talla potencia de estos mantras, que su correcta pronunciación permite que un hombre sea capaz de andar sobre las aguas.

Pero apenas había recorrido unos metros con la barca, cuando oyó la voz de aquel hombre recitar los mantras aún peor que antes.

-Qué desdicha -se dijo a sí mismo-, hay personas incapaces de aprender nada de nada.

-Eh, monje -escuchó decir a su espalda muy cerca de él.

Al volverse vio al pobre andrajoso que, caminado sobre las aguas, se acercaba a su barca y le preguntaba:

-Noble monje, he olvidado ya tus instrucciones sobre el modo correcto de recitar los mantras. ¿Serías tan amable de repetírmelo de nuevo?

El peso de las creencias

Dos jóvenes monjes fueron enviados a visitar un monasterio cercano. Ambos vivían en su propio monasterio desde niños y nunca habían salido de él. Su mentor espiritual no cesaba de hacerles advertencias sobre los peligros del mundo exterior y lo cautos que debían ser durante el camino.

Especialmente incidía en lo peligrosas que eran las mujeres para unos monjes sin experiencia:

-Si veis una mujer, apartáos rápidamente de ella. Todas son una tentación muy grande. No debéis acercaros a ellas, ni mucho menos hablar, por descontado, por nada del mundo se os ocurra tocarlas. Ambos jóvenes aseguraron obedecer las advertencias recibidas, y con la excitación que supone una experiencia nueva se pusieron en marcha. Pero a las pocas horas, ya punto de vadear un río, escucharon una voz de mujer que se quejaba lastimosamente detrás de unos arbustos. Uno de ellos hizo ademán de acercarse.

-Ni se te ocurra -le atajó el otro-. ¿No te acuerdas de lo que nos dijo nuestro mentor?

-Sí, me acuerdo; pero voy a ver si esa persona necesita ayuda -contestó su compañero,

Dicho esto, se dirigió hacia donde provenían los quejidos y vio a una mujer herida y desnuda.

-Por favor, socorredme, unos bandidos me han asaltado, robándome incluso las ropas. Yo sola no tengo fuerzas para cruzar el río y llegar hasta donde vive mi f:lmilia.

El muchacho, ante el estupor de su compañero, cogió a la mujer herida en brazos y, cruzando la corriente, la llevó hasta su casa situada cerca de la orilla. Allí, los familiares atendieron a la asaltada y mostraron el mayor agradecimiento al monje, que poco después reemprendió el camino regresando junto a su compañero.

-¡Dios mío! No sólo has visto a esa mujer desnuda, sino que además la has tomado en brazos.

Así era recriminado una y otra vez por su acompañante. Pasaron las horas, y el otro no dejaba de recordarle lo sucedido.

-Has cogido a una mujer desnuda en brazos! ¡Has cogido a una mujer desnuda en brazos! ¡Vas a cargar con un gran pecado!

El joven monje se paró delante de su compañero y le dijo:

-Yo solté a la mujer al cruzar el río, pero tú todavía la llevas encima.

La dificultad de la percepción global

Una vez llegó un elefante a una ciudad poblada por ciegos. En esa ciudad se ignoraba qué y cómo era ese extraño y enorme animal, así que decidieron llamar a los más eruditos entre ellos para que elevaran un dictamen. El primero se acercó al animal y palpó concienzudamente sus patas. Al rato sentenció:

-Amigos, no hay duda. Un elefante es como una columna.

El segundo de ellos también se acercó al paquidermo y tocó a fondo sus orejas.

-Temo comunicaros que mi colega se ha equivocado. Un elefante es un gran abanico doble -dijo el segundo. El tercero, en cambio, centró su inspección en la trompa.

-Debo decir -proclamó- que mis dos colegas han errado en su apreciación. Es evidente que un elefante es como una gruesa soga. De este modo cada erudito captó su propio grupo de defensores y detractores, iniciándose una polémica que hizo que llegaran a las manos. En esto llegó al pueblo un hombre que veía perfectamente, y ante aquella confusión preguntó el motivo de la disputa. Desordenadamente, cada grupo volvió a defender su opinión sobre lo que en verdad era un elefante. Oídos a todos, el hombre que veía trató de sacarles de su error explicando que cada erudito sólo había percibido una parte del elefante, por lo que les describió cómo era en realidad el animal. Pero los ciegos creyeron que aquel hombre estaba loco. Lo expulsaron de su poblado, y continuaron por los siglos debatiendo entre ellos sobre lo que creían debía ser un elefante.

No es lo mismo la fantasía que la realidad

Cuentan que había un rey a quien le gustaban mucho los dragones. Se hizo un gran experto en esta materia y su palacio estaba decorado con obras de arte que recreaban todo tipo de dragones, gran parte de sus joyas representaban dragones y su ropa estaba decorada con motivos de dragones. En sus jardines manaban fuentes con dragones de piedra e instauró una gran fiesta llamada el Festival del Dragón. Incluso afirmaba que sería capaz de dar cualquier cosa con tal de tener la oportunidad de ver a un dragón si es que éstos hubiesen existido.

Una noche, un fuerte ruido lo despertó. Un enorme animal estaba introduciendo su cabeza por la ventana y, al abrir sus fauces, lanzó una llamarada que casi alcanzó al rey. Era un dragón. El aterrorizado monarca llamó a gritos a su guardia, que acudió en tropel armada hasta los dientes.

-¡Matad a esa bestia! -ordenaba el rey fuera de control. Al cabo de una cruenta pelea, el extraordinario animal yacía muerto a las puertas de palacio.

Desde ese momento, al rey dejaron de gustarle los dragones.

Así es la vida

Un agricultor pacífico y tranquilo que vivía con su hijo vio un día que su único caballo se había escapado del establo. Los vecinos no dudaron en acercarse a su casa y condolerse por su mala suerte.

- Pobre amigo, qué mala fortuna. Has perdido tu herramienta de trabajo. ¿Quién te ayudará ahora con las penosas tareas del campo? Tú solo no podrás, y te espera el hambre y la ruina.

Pero el hombre únicamente contestó:

-Así es la vida.

Pero dos días después su caballo regresó acompañado de otro joven y magnífico ejemplar. Los vecinos esta vez se apresuraron a felicitarlo.

-¡Qué buena suerte, ahora tienes dos caballos.

Has doblado tu fortuna sin hacer nada! El hombre sólo musitó:

-Así es la vida.

Pero a los pocos días el padre y su hijo salieron juntos a cabalgar. En un tramo del camino, el joven caballo se asustó y tiró de la montura al muchacho, que se partió una pierna en la caída. Nuevamente los vecinos se acercaron a su casa.

-Sí que es mala suerte; si no hubiese venido ese maldito caballo, tu hijo estaría sano como antes, y no con esa pierna rota que Dios sabe si sanará.

El agricultor volvió a repetir:

-Así es la vida.

Pero ocurrió que en aquel reino se declaró la guerra y los militares se acercaron a aquella perdida aldea a reclutar a todos los jóvenes en edad de prestar servicio de armas. Todos marcharon al frente menos el hijo del agricultor, que fue rechazado por su imposibilidad de caminar. Los vecinos fueron otra vez a casa del agricultor, en esta ocasión con lágrimas en los ojos.

-¡Qué desgracia la nuestra, no sabemos si volveremos a ver a nuestros hijos; tú en cambio tienes en casa al tuyo con una pequeña dolencia!

El hombre, una vez más, dijo:

-Así es la vida.
Recopilacióen de Ramiro Calle y Sebastián Vázquez

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