El paraguas

Una terrible sequía castigaba sin misericordia a los habitantes de aquel país lejano. Cada mañana el sol brotaba inexorable y recorría su camino de fuego matando ríos, secando campos, agostando las cosechas. Los pocos rebaños lloraban de sed alrededor de los pozos resecos. Si no llovía pronto, todos morirían.

Estuvieron de acuerdo en que eso era un castigo de los dioses por sus numerosos pecados. Había que organizar una acción de desagravio. Todos los hombres importar es fueron citados a la casa comunal. Llegaron los ricos con sus joyas, los sacerdotes con sus inciensos y oraciones, los guerreros con sus armas, los sabios con sus elucubraciones y sus libros. Pero los dioses seguían sordos ante sus sacrificios y sus súplicas.

Al tercer día, se acercó una niña con un paquete en sus brazos. Tocó la puerta y, cuando le abrieron, dijo que les traía lo que los dioses estaban esperando. Algunos se molestaron mucho porque, además de hacerles perder el tiempo, les distrajo de sus oraciones y plegarias. "¡Qué iba a tener esa niña que pudiera quebrar el fuerte enojo de los dioses! Pero algunos, por curiosidad, opinaron que debían abrir el paquete. Cuando lo hicieron, el cielo comenzó a nublarse. Para sorpresa de todos, el paquete contenía un paraguas. Ninguno de ellos había tenido la suficiente esperanza para traerlo por estar seguros de que iba a llover.
(Escuchada en un Encuentro de Voluntarios en Madrid)

Al comienzo de los tiempos, existían millones y millones de estrellas en el cielo. Las había de todos los colores: blanncas, plateadas, verdes, doradas, amarillas, rojas, azules... Un día, se acercaron inquietas a Dios y le dijeron:
-Señor Dios, nos gustaría bajar a la tierra y vivir con los hombres y mujeres que la habitan.
-Bajen si lo desean
-les dijo Dios, y en esa noche cayó sobre la tierra una bellísima lluvia de estrellas. Algunas se acurrucaron en los campanarios de las iglesias, otras se mezclaron con las flores, los árboles y las luciérnagas del bosque, otras se ocultaron en los juguetes de los niños, y desde esa noche toda la tierra quedó maravillosamente iluminada. Sin embargo, cuando fueron pasando los días, las estrellas decidieron regresarse al cielo y dejaron la tierra sin alegría y sin brillo.
-¿Por qué regresaron?
-les preguntó Dios cuando llegaron.
-En la tierra hay mucho egoísmo, miseria, injusticia, maldad
-respondieron las estrellas.
Cuando Dios las contó, vio que faltaba una. ¿Se habría perdido en el camino de regreso al cielo?
-No, Señor, no se ha perdido -le dijo a Dios un ángel-.
Ella decidió quedarse con los hombres y mujeres de la tierra. Comprendió que debe vivir donde impera la imperfección, donde las cosas no marchan bien, donde hay dolor, injusticia, miseria y muerte.
-¿Qué estrella es esa?
-preguntó Dios muy intrigado.
-Es la estrella verde, Señor, la de la esperanza.
Y cuando volvieron los ojos a la tierra, vieron asombrados que la estrella no estaba sola y que de nuevo toda la tierra estaba iluminada pues en el corazón de cada hombre y de cada mujer brillaba una estrellita verde, la luz de la esperanza, la única estrella que Dios no necesita y que da sentido a la vida sobre la tierra.

La esperanza, como lo expresaba Ernst Bloch, es la más humana de todas las emociones. Ella impide la angustia y el desaliento, pone alas a la voluntad, se orienta hacia la luz y hacia la vida. Sin esperanza, languidece el entusiasmo, se apagan las ganas de vivir y de luchar. La esperanza se opone con fuerza al pragmatismo, que es una deserción mediocre y cobarde en la tarea de construir un mundo mejor.

"La esperanza es lo último que se pierde", dice un viejo refrán. Desgraciadamente, en nuestros tiempos, parece ser lo primero que se ha perdido. Los profetas del acomodo y de una vida insípida, sin pasión, compromiso y riesgo, están empeñados en acabar con la esperanza. Por eso, al proclamar "el fin de la historia" están decretando la muerte de las utopías y los sueños, están negando la posibilidad de un compromiso decidido en la misión de cambiar el mundo.

Los genuinos educadores no podemos aceptar como fin de la historia esta mezcla de mercado con democracia light, de baja intensidad, sin sueños ni ideales, donde el ciudadano es reducido al mero papel de productor eficiente y consumidor acrítico.

No permitamos que nos roben la esperanza, la ilusión, los sueños. Ante la creciente inseguridad que estamos viviendo, enrejamos puertas y ventanas para que no se nos lleven el televisor o el microondas, ponemos alarmas a nuestros carros, aseguramos nuestros bienes, pero no nos protegemos contra los ladrones de esperanza y de sueños. Hay especialistas en robar ilusiones, abundan a nuestro alrededor y todos los conocemos bien, son tal vez nuestros compañeros. Hablan y enseguida enfrían el entusiasmo, las ganas de comprometerse, de levantarse de las rutinas y de una vida sin brillo y sin pasión. Por eso, huyamos de los ladrones de ilusiones, de los amargados y pusilánimes, de los que pretenden reducir la felicidad a amontonar cosas o conseguir trapos de marca, de los "realistas" que no se atreven a soñar.

El derecho a soñar, como ha expresado Eduardo Galeano, no figura entre los 30 derechos humanos que las Naciones Unidas proclamaron a fines de 1948. Pero si no fuera por él, y por las aguas que da de beber, los demás derechos morirían de sed. Sería terrible si no pudiéramos imaginar un mundo, un país, una educación distinta, soñar con ellos como proyecto y entregarnos con esperanza y alegría a su construcción. Por ello, en palabras de Don Pedro Casaldáliga, obispo claretiano de Brasil, esta es NUESTRA HORA:

Es tarde
pero es nuestra hora.
Es tarde
pero es todo el tiempo
que tenemos a mano
para hacer futuro.
Es tarde
pero somos nosotros
esta hora tardía.
Es tarde
pero es madrugada
si insistimos un poco.

Los educadores, que apostamos por una persona, un futuro, un mundo mejor, no podemos educar sin esperanza. Educamos para hacer realidad una nueva humanidad. Nos educamos porque todavía no somos. La educación se nos presenta como un largo viaje, de toda la vida, hacia la conquista de una persona integral, multidimensional y ecológica, es decir, que vive en equilibrio consigo misma, con los demás y con la naturaleza, y por ello combate con valor todo lo que amenaza la vida. El sentido último de la vida es dar vida. Por ello, frente a los énfasis de una educación para la eficacia, preferimos hablar de una educación para la fecundidad. La eficacia pide urgencia y rentabilidad. La fecundidad pide paciencia y gratuidad. La eficacia se dirige al mundo de las cosas que podemos transformar. La fecundidad se dirige al mundo de las personas. Ser persona fecunda es vivir desviviéndose por los demás; es vivir dando vida. Es hacerse cargo de alguien con el compromiso de acompañarle, de ayudarle.

A los educadores cristianos se nos ordenó, además, buscar la utopía del reino, por ello debemos ser militantes aguerridos de la esperanza, la ilusión y el compromiso. Estamos, en consecuencia, llamados a ponerle color a la vida y vestirla de ilusiones y de sueños. En palabras de Fernando González Lucini, debemos ser los "disoñadores'' del futuro; debemos soñarlo y diseñarlo, es decir, esforzarnos en convertir nuestros sueños en proyectos para que vayan siendo realidad. Nuestra misión es sacudir las conciencias, enseñar a soñar y también, como el enanito de la canción de Silvio Rodríguez, ser reparadores de sueños, sanadores de esos corazones enfermos, encerrados en sí mismos, que son incapaces de palpitar con ilusiones:

Siempre llega el enanito
con sus herramientas
de aflojar odios
de apretar amores. Siempre, siempre, siempre,
llega el enanito
con afán risueño
de enmendar lo roto.
Siempre,
apartando piedras de aquí,
basura de allá,
haciendo labor.
Siempre va
esta personita feliz
trocando lo sucio en oro.
Siempre
llega hasta el salón principal
donde está el motor que mueve la luz.
Y siempre allí
hace su tarea mejor
el reparador de sueños.
Fuente: Antonio Pérez Esclarín/Parábolas para vivir en plenitu

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