Hacia una educación eficaz para todos: La educación inclusiva


El grupo dominante de una sociedad define los rasgos de la cultura que configuran la comprensión del éxito y del fracaso académico, lo que produce diferencias entre los que aprenden o no. Estas mismas creencias y actitudes se reflejan en las disposiciones y organizaciones económicas y políticas, caracteri­zando el trato diferencial de sus miembros.
Si trasladamos esta idea al actual sistema educativo, se puede observar que la política educativa desarrollada durante mucho tiempo ha propiciado que unos alumnos sean integrados y otros no, determinando que muchas personas con déficits no hayan podido ser incluidas en el sistema educativo ordinario, y se haya creado un sistema paralelo de educación especial.
Esta separación entre edu­cación “normal” y “especial” ha perpetuado la diferencia y ha promovido una visión tradicional y médica de la discapacidad cen­trada en un enfoque individual de la persona y en su supuesta falta de adecuación mental y física. Así, se configuró un modelo médico del diagnóstico de los déficits que tenían que ser remediados a tra­vés de programas de desarrollo individual, influyendo de manera notable el modelo médico sobre la formación, creencias y, por tanto, actitudes y prácticas educativas del profesorado.
El tratamiento de las necesida­des educativas especiales de algu­nos alumnos ha determinado la aparición de prácticas educativas “normales” y “especiales”, reflejo de posicionamientos culturales y sociales más amplios. En opinión de Slee (1998), la Educación Espe­cial ha ocultado el fracaso de los centros educativos para ofrecer una educación adecuada para todos. Es curioso ver cómo la iden­tificación y el diagnóstico clínico de las personas discapacitadas están influenciados por las creencias y juicios sociales sobre la misma, a la vez que por las expectativas sociales y culturales en marcos concretos como son los centros educativos. Reflejo todo ello de las acciones sociales, económicas y políticas discriminadoras, que caracterizan un marco más amplio de acción.
De este planteamiento pro­viene que la discapacidad sea considerada como una forma de diferencia socialmente construida (Carrington, 1999), al igual que lo son los rasgos diferenciales asocia­dos a características raciales, de género o estilos de vida. Por ello, un paradigma defectuoso basado en la Medicina y en la Psicometría asegura oportunidades y resulta­dos ineficaces y contraproducentes para aquellos con problemas de aprendizaje. El paradigma médico-psicológico tradicional trata la dis­capacidad como una enfermedad y la diferencia como una desviación social, y sigue siendo difundido por muchos educadores.
Este paradigma considera la discapacidad como desviación y centra su atención en las caracte­rísticas negativas más que en los puntos fuertes y las habilidades de la persona. Como consecuen­cia de ello, han surgido modelos pedagógicos de actuación compen­satoria que conciben las escuelas como lugares que inducen a la reproducción de la cultura domi­nante a través de un determinado currículum, en lugar de satisfacer las necesidades de todos los estu­diantes.
Para romper las prácticas tradicionales asociadas al modelo médico-psicológico surge la Educa­ción Inclusiva. Esta fue vista en un primer momento como una innova­ción de la Educación Especial, pero progresivamente va extendiéndose a todo el contexto educativo, como un intento de que la educación, y una educación de calidad, llegue a todos. Sus características fun­damentales para Ballard (1997) son que:
• no discrimina la discapacidad, la cultura y el género;
• implica a todos los alumnos de una comunidad educativa sin ningún tipo de excepción;
• todos los estudiantes tienen el mismo derecho a acceder a un currículum culturalmente valioso a tiempo completo como miembros de un aula acorde a su edad;
• y enfatiza la diversidad más que la asimilación.
Por consiguiente, y como indica Booth (1996), el desarrollo de la inclusión en la educación requiere integrar dos procesos: aumentar la participación de los alumnos en las culturas y los currículos, y reducir la exclusión. La educación inclusiva trata, pues, de responder a la diversidad desde la valoración que hace de todos los miembros de la comunidad, su apertura a nue­vas ideas y la consideración de la diferencia de forma digna (Arnaiz, 2000).
A su vez, demanda una cultura escolar que enfatice la noción de diversidad y explore la noción de diferencia y semejanza. Objetivos que necesitan profesionales que centren su actuación en la resolu­ción compartida de problemas y en la negociación. Por lo general, este planteamiento exige una reforma radical del sistema educativo (Ainscow y Hopkins y otros, 2001) que cambie el sistema existente y considere el currículum escolar como un medio esencial para afron­tar las necesidades de todos los alumnos: “el logro de un sistema que elimine los programas de nece­sidades especiales y elimine la dis­tinción histórica entre educación especial y normal” (Carrington, 1999, 259). Quizás la necesidad de los centros de tener que dar una respuesta a la diversidad de su alumnado pueda suponer para ellos una presión moral y política que posibilite tanto su remodela­ción como el cambio del currículum, con el fin de acomodar su respuesta educativa a las necesidades de todos los estudiantes y responder así al principio de igualdad de oportunidades educativas.
Skrtic (1999) considera que el movimiento a favor de la educación inclusiva puede ofrecer las visiones estructurales y culturales necesa­rias para comenzar a reconstruir la educación pública hacia las condiciones históricas del siglo XXI. Y esto es tan importante que una nueva consideración de los problemas de aprendizaje podría promover la reflexión de cómo la cultura escolar y el entorno de aprendizaje guardan una estrecha relación con aspectos tales como la organización de la enseñanza y el currículum.

La escuela inclusiva es el reto más importante al que se enfrentan actualmente todos los sistemas educativos del mundo. Conocerla, ser conscientes de lo que significa este modelo educativo y lograr una formación docente de calidad son, hoy por hoy, algunos de sus grandes desafíos.
Fuente: Pilar Arnaiz Sánchez (Cuaderno Intercultural)

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