Cinco pasos seguros para lograr el éxito por medio del liderazgo

He aquí un dato asombroso: el 83 % de los millonarios que existen en la actualidad nacieron en familias cuyos ingresos eran bajos o me­dianos. ¡Imagínese lo que esto representa! La mayor parte de la gente que ha triunfado —ejecutivos de empresa, empresarios, abogados, mé­dicos, gente del mundo del espectáculo, miembros de las cámaras le­gislativas; en fin, individuos que están en lo más alto- se han ganado por sí mismos su derecho a la grandeza.
El liderazgo no está en venta. Tampoco se hereda ni se adquiere por suerte o se otorga por el matrimonio. Y la educación formal tiene poco que ver, si es que tiene algo, con el liderazgo.
Pero mediante una dedicación continuada puede desarrollarse la capacidad de liderazgo.
Este capítulo explica cinco pasos sencillos y prácticos que usted puede poner inmediatamente en práctica:

—Tienda a lo óptimo.
— Dé buen ejemplo de ganador.
— Diga lo que piensa.
— Permita que los demás le ayuden.
— Acepte el riesgo y logrará admiración.

Paso primero: En todo lo que haga tienda a lo óptimo en lugar de a lo normal
Permítame compartir con usted una lección enormemente impor­tante, un principio que le ayudará a obtener éxito, riqueza y felicidad.

Para captar este concepto clave, siga mentalmente el siguiente juego. Imagínese que acaba de subir a bordo de un avión comer­cial. Toma asiento, aprieta el cinturón de seguridad y comienza a re­lajarse. Y, entonces, antes de despegar, usted oye cómo el capitán dice a la tripulación: «No me encuentro a gusto aquí. No creo que pueda pilotar muy bien este avión, solamente soy un piloto media­no.»

¿Que haría usted? Lo más probable es que se apeara del avión lo más rápidamente posible.

No estaría usted dispuesto, a sabiendas, a dejar que su vida depen­da de un piloto mediocre.

Lleve ahora este juego un paso más adelante. Suponga que está us­ted en un hospital y le están preparando para una intervención quirúr­gica. Cuando la anestesia está empezando a hacer efecto, oye usted al cirujano-jefe decir a sus compañeros: «No estoy seguro de poder reali­zar esta operación. Con esta técnica quirúrgica a veces me sale todo muy bien y otras lo hago francamente mal. Soy solamente un cirujano mediano.» Si fuera posible, se bajaría usted de la mesa de operaciones inmediatamente.

La realidad es que, en cuestiones de vida o muerte, no queremos poner nuestras vidas en manos de médicos mediocres. E incluso cuan­do no se trata de una cuestión vital, no queremos que la gente medio­cre se mezcle en nuestras vidas en ningún sentido. Responda a estas preguntas:

¿Desea su mujer o su marido una pareja mediocre? Por supuesto que no. Su cónyuge quiere amarle y poder jactarse de estar casado con usted, no sentirse como si tuviera que disculparse por ello.

¿Quieren sus hijos que sus padres sean mediocres? La respuesta es, otra vez, «no». Usted es el elemento más importante en la vida de sus hijos.

Para un niño, pensar «mi madre o mi padre son vulgares, medio­cres» es equivalente a un castigo.

¿Disfrutan sus empleados trabajando para un director mediocre? ¡No! En el trabajo la gente quiere estar orgullosa de usted y creer que tiene un jefe que es importante.

¿Debo estar satisfecho si he conseguido unos ingresos medianos el último año? Ciertamente no. Unos ingresos medianos le recuerdan que se encuentra usted simplemente en el medio. La mitad de los trabaja­dores gana más dinero que usted.

¿Se busca un asesor fiscal o financiero mediano para ayudarle a uno en sus asuntos económicos? La respuesta a esta pregunta es un rotundo no. No queremos que los que nos ayudan a manejar nuestro dinero sean solamente medianos.

La mejor definición que he oído de mediano o normal* —la cual expresa lo malo que es ser mediano- es ésta: lo mediano, lo normal es lo peor de lo mejor y lo mejor de lo pe*or. No hay nada en el concep­to de mediano que sugiera superioridad o grandeza. Mediano signifi­ca solamente, suficiente, «así, así», mediocre, normal o simplemente aceptable.

Definimos lo óptimo —la cualidad que la gente orientada al éxito persigue en todo lo que hace— como lo casi perfecto, más allá de lo normal, lo mejor posible.

Pensar con mentalidad de «normal» frena la ambición de las perso­nas porque les hace sentirse seguras y satisfechas de sí mismas. Los estudiantes se sienten seguros cuando pueden decir: «He obtenido una calificación media; es decir, correcta.» Los directores de fábrica se encuentran a gusto cuando pueden informar: «Hemos obtenido una productividad media dentro de lo habitual en el sector.» Y muchos di­rectores de ventas piensan que han realizado un trabajo aceptable, cuando han alcanzado las cifras de ventas previstas. Pero lo óptimo no es alcanzar una cifra prevista. Lo óptimo es mejorar el objetivo pre­visto, dar mejor servicio del que se nos ha pedido, aplicar el máximo esfuerzo a cualquier cosa que se haga, sea al trabajo, a sacar adelante a los hijos, a jugar un juego o a dirigir a otras personas.

Los profesionales, dentro de cualquier campo, luchan por alcanzar la perfección y cuando los resultados son inferiores se sienten cons­tructivamente descontentos consigo mismos. El entrenador que gana el mismo número de partidos que los que pierde está descontento de sus resultados. Lo mismo le ocurre al hombre que trabaja dentro del mundo del espectáculo, cuando obtiene un tibio aplauso. Y el director de empresa que alcanza unos resultados que no son mejores que los del año precedente también está descontento consigo mismo.

Como vemos, los profesionales se comprometen en lograr la exce­lencia. Los ganadores en la vida entienden lo sabio que resulta el viejo dicho: «Cualquier cosa que valga la pena hacerse, vale la pena hacerla bien.»

Se han dado muchas (así llamadas) «razones» para explicar por qué la productividad en los Estados Unidos ha sido inferior a la de otras naciones del mundo libre en los últimos 20 años. Estas razones —que en realidad son excusas— incluyen el declive de la ética laboral, el alto coste de la energía, el sistema de bienestar público, los altos ti­pos de interés, la competencia de los países extranjeros y muchas otras. Pero esas excusas no explican realmente por qué cientos de miles de negocios se fueron a la quiebra, por qué ha habido millones de perso­nas en paro, y por qué una parte considerable de la sociedad está desi­lusionada y desanimada.

La razón subyacente del desorden económico y de los problemas sociales que éste crea, es la obsesión nacional que nos hace pensar en normalidad y medianía en lugar de pensar en lo óptimo. Por todos los sitios encontramos pruebas de un pensar dirigido hacia la mediocri­dad.

Considere estos ejemplos:

Trabajador de la producción: «El convenio sindical prevé seis uni­dades de trabajo a la hora. Eso es lo que yo produzco. ¿Por qué tengo que superar la cifra prevista? Además, el jefe del sindicato quiere que yo haga solamente lo que la ley (el convenio) me pide.»
Burócrata: «Tengo un trabajo seguro. ¿Por qué debo hacer más del mínimo que se espera de mí?»
Ejecutivo: «He tenido un buen año. Hemos igualado el beneficio medio del sector.»
Estudiante: «He obtenido una media de aprobado en el último tri­mestre. No está mal, significa que paso el curso.»
Pocas personas realizan un esfuerzo adicional en lo que hacen. Esto ayuda a explicar por qué pocas personas disfrutan de una vida verdaderamente buena.

Demuestre coraje: Tienda a lo óptimo

Probablemente conocerá a gente que se refugia en la mediocridad porque tiene miedo de competir. Razonan así: «En mi trabajo actual soy aproximadamente igual a cualquier otro. Si dejara el puesto segu­ro en el que estoy, podría no ser capaz de superarme y, en lugar de ser mediocre, estaría por debajo de la media, o fracasaría por comple­to.»

Voy a explicarle cómo funciona el miedo a emprender tareas más ambiciosas, que suponen un desafío mayor.

Conocí a Leslie R. cuando era un estudiante muy brillante. Fue a una universidad pública donde se especializó en medios de comuni­cación de radio y televisión. Aceptó una oferta de trabajo, en su ciu­dad natal, de unos 75.000 habitantes. Me encontré con Leslie 25 años más tarde en una ocasión en que visité su ciudad para hablar en la Cámara de Comercio.

Pasé una hora con él, escuchando cómo se desahogaba contándo­me que estaba insatisfecho por haber seguido una carrera segura, pero mediocre.

«Verás», comenzó Leslie, «durante los primeros años, después haber empezado a trabajar en la estación de televisión de mi ciudad natal, me ofrecieron dedicarme a otras tareas de más prestigio y me pagadas, en el mundo de la televisión. Pero yo las rechazaba siempre

«¿,Por qué?», le pregunté.

«Bueno, tenía todo tipo de razones», me contestó Leslie. «Pensaba que necesitaba mayor experiencia, antes de pasar a un puesto más importante. O bien, prefería hacer mi trabajo porque era variado y abarcaba distintas áreas, las noticias, los deportes, el pronóstico del tiempo. Pero mirando hacia atrás, tengo que confesar que sólo eran excusas. Ahora que tengo mucha más edad y que tengo la mayor parte de carrera en televisión detrás de mí, debo reconocer que la auténtica razón por la que no acepté alguna de las buenas ofertas que recibí fue el miedo. Yo sabia que hacía muy bien mi trabajo aquí. Pero, claramente, tenía miedo de no adaptarme a un entorno que funcionara a mayor velocidad y que me exigiera más. En las mejores estaciones de televisión hay que ser realmente muy bueno para mantener el puesto. Y yo soy uno de esos individuos que se considera a sí mismo simplemente mediano. Así que me decidí por lo más seguro y me quedé aquí.»

«Lo que más me duele», continuó Leslie, «es mi falta de confianza. Créeme, las palabras más tristes que se han concebido son “bien pudo haber sido”.»

Conozco a un cirujano que es del estilo de Leslie, un individuo brillante, que renunció a practicar en varios de los mejores hospitales de la nación, porque estaba psicológicamente paralizado por el síndrome de «solamente soy mediano». Viajando de un lado a otro del país, he conocido a entrenadores que podrían haber sido extraordinarios, a músicos que podrían haber llegado a la fama y haber ganado mucho dinero, a individuos que podrían haber triunfado en sus propios negocios, a directores que podrían haber llegado a presidentes, y a profesores excelentes que, de la misma manera, no brillaron por exceso de modestia. Y todo ello, porque caían en la trampa de pensar que eran solamente mediocres.

En resumen: todos nosotros estamos mediatizados por la forma en que nos vemos. Para disfrutar de lo mejor que la vida nos ofrece, no deje que la mediocridad controle sus actos. Compita consigo mismo. Piense en lo óptimo.

Los cínicos suelen decir que Dios debe amar a la gente corriente y mediana, ya que ha creado tantos que son así. Sin embargo, la gente con mentalidad positiva y orientada al éxito opina que a Dios no le gusta la gente del montón, porque creó en todos y cada uno de nosotros una persona única y especial, en una u otra forma. Dado que cada persona es única, cada persona fue hecha para ser la mejor en algo.

Premie a la gente que tiende a lo óptimo. Cambie de sitio a la gente mediocre

Cuando nos encontrábamos en el punto más bajo de la última re­cesión económica almorcé un día en el aeropuerto de Los Ángeles, an­tes de volar a Chicago. El servicio del restaurante fue abominable. La camarera que me atendió era ruda, antipática e insultante. Me trajo algo que no había pedido, me miraba con cara de furia y me hacia sentirme como si, verdaderamente, le estuviera amargando la vida. In­cluso cuando me trajo la cuenta, no estuvo mínimamente amable. Sim­plemente dijo con voz gélida, «espero una propina del 20 %». (No hace falta decir que no pensaba darle propina alguna. La principal ra­zón por la que el servicio es tan malo en muchos restaurantes es que los clientes se sienten intimidados y piensan que están en la obligación de dejar una propina. Desde mi punto de vista, no debe darse nunca una gratificación cuando el servicio no ha sido satisfactorio.)

Mientras me iba y pagaba la cuenta, le dije al encargado: «¿Por qué diablos tienen ustedes a esa camarera trabajando aquí? Hay cien mil personas en Los Angeles que no tienen trabajo. ¿No pueden en­contrar a alguien mejor?» Me fui muy enfadado, sin esperar la res­puesta y me dirigí al avión.

Una vez a bordo del avión, se sentó a mi lado un hombre. Al cabo de unos minutos se dirigió a mí diciéndome: «He visto lo que ha pasa­do en el restaurante y oído su comentario al encargado, y estoy de acuerdo con usted. A mi me tocó en suerte la misma camarera y se comportó más o menos igual de mal. Pero no estoy totalmente de acuerdo con usted en que, habiendo cien mil personas en Los Angeles sin trabajo, esa camarera no deba conservar el suyo. Es posible que tenga mucha antigüedad en el trabajo. O quizá tenga un par de niños que alimentar y le falte el marido o éste se encuentre en el paro.»

No pude resistir la tentación de decirle a mi compañero de asiento que creía que las cosas suceden para bien. Incluso en una recesión eco­nómica, hay un lado bueno.

Mi compañero me dijo: «No comprendo cómo alguien puede ver algo bueno en una recesión económica. Dirijo una empresa de confec­ción de catálogos, en Chicago, y todo lo relacionado con la recesión económica ha perjudicado mi negocio. No hay nada “bueno” en que los tiempos estén así. Si ve usted alguna ventaja en lo que llamamos en Çhicago una depresión, dígamela.»

«Bien», comencé, «una de mis empresas se dedica a cultivar pinos en el sureste. Aproximadamente una vez cada diez años, tenemos una tormenta de nieve muy severa. La parte negativa de las condiciones climatológicas propias de la tormenta de nieve es que caigan los postes eléctricos, que haya hielo en las carreteras, que algunas familias per­manezcan un par de días sin energía y cosas asi.»

«Pero si miramos la parte positiva, el hielo tala los árboles malos. Los árboles que están muertos o enfermos caen y las ramas débiles se van también abajo. El resultado es que, cuando el hielo se ha ido, los granjeros que cultivan árboles tienen los bosques más sanos.»

«Eso lo puedo entender», dijo mi compañero, «apero qué tiene que ver ese ejemplo con una recesión económica?»

«Deje que se lo explique», le dije a mi compañero. «Una recesión, igual que una tormenta de hielo, es el momento oportuno para depu­rar la organización, para retirar de su sitio a la gente que no soporta la parte de carga que le corresponde.»

«Bueno», me interrumpió mi amigo, «tengo trescientos empleados y voy a tener que prescindir de cincuenta de ellos al final de este mes. Pero voy a seguir un criterio de antigüedad a la hora de decidir quién se queda y quién se va.»

«Se trata de su negocio», observé, «pero si quiere tener una empre­sa más sólida, sana y competitiva para cuando haya cedido la recesión, debería aprovechar las condiciones actuales para seleccionar al perso­nal. Nunca es agradable prescindir de la gente, pero si no hay otro re­medio, es una medida inteligente quedarse con los trabajadores más productivos.»

Seis meses más tarde aproximadamente, recibí una llamada telefó­nica de mi compañero de asiento. Me contó que, después de haberle dado muchas vueltas al asunto, había decidido prescindir de los traba­jadores en función de su grado de realización, no de su antigüedad. Fue una decisión muy dura de tomar, me dijo, pero era la solución adecuada.

«Recordará que le dije que tenía que prescindir de cincuenta perso­nas», me explicó. «Lo asombroso del caso, es que ahora, hacemos el mismo trabajo con doscientos cincuenta empleados que el que antes hacíamos con trescientos.»

«Aprendí una gran lección», continuó mi amigo. «En esta sociedad estamos obsesionados con proporcionar empleo, no con que se haga el trabajo.»

Mañana, cuando visite usted una oficina, o vaya a la oficina de correos, párese a pensar en cuánto más eficaces y más baratos serían los servicios y los productos, si las empresas dejaran de tolerar los re­sultados medianos, mediocres, producidos por personas a quienes «nada les importa».

Resumiendo: apueste por la gente que lucha por conseguir la per­fección, no por los que producen resultados mediocres.

Y recuerde, lo mediano es lo mejor de lo peor y lo peor de lo mejor.

Mientras se va labrando una vida mejor, más rica y más satisfactoria, tenga presentes estos tres puntos:

Primero: busque lo óptimo, la perfección en cualquier cosa que haga. Perciba la gran verdad contenida en el viejo dicho: «Si algo vale la pena hacerse, vale la pena hacerla bien.» Cualquier trabajo es impor­tante y debe realizarse de la mejor forma posible.

Recuerde esto, usted ganará más dinero si hace las cosas de forma óptima. Y disfrutará más y obtendrá mayor satisfacción, lo cual es la fuente de la auténtica riqueza que persigue.

Segundo: rechace tender a la mediocridad. Pensar así, nunca le ayu­dará a realizar sus sueños. A ningún niño le gusta decir: «Mi papá es un padre mediocre.» A ningún jefe le gusta decir a su superior: «Joe es un vendedor solamente mediano», y nadie se sentirá orgulloso de usted si tiene el aspecto, piensa, habla y actúa como lo hace una perso­na mediocre.

Tercero: mire hacia adelante para competir con los mejores. Nunca sabrá en qué medida vale usted hasta que no se ponga a prueba afron­tando un gran desafío. A la gente mediocre le gusta la compañía. Es­tán encantados de ver cómo otros se hunden hasta llegar a su nivel. Niégueles ese placer diabólico. No permita que unos compañeros me­diocres le empujen hacia abajo hasta el nivel de actuación en que ellos se quedan. Pida consejo a los ganadores. Modele su comportamiento buscando lo óptimo. Busque activamente la perfección y disfrute con las compensaciones que obtendrá de ello.

Paso segundo: Dé buen ejemplo de ganador

Pregunte a cualquiera: «¿Cómo aprendiste a hablar nuestra len­gua?» Probablemente, le dirá: «La aprendí de mis padres.» Pero nues­tros padres son la fuente que nos permite aprender a hablar, no el método por el que aprendemos. Dicho de forma sencilla, aprendemos nuestro idioma copiando a otras personas.

Lo más probable es que sus amigos de religión católica, protestan­te, judía, budista o musulmana tuvieran unos padres con la misma fe religiosa que ellos. Para la mayoría de nosotros, incluso lo que pensa­mos en materia de política responde al credo político de nuestros pa­dres.

La mayoría de la gente adquiere unas determinadas actitudes hacia la religión, la política, la economía, el matrimonio, la disciplina, el tra­bajo y el sexo copiando los ejemplos o modelos de sus padres, profeso­res, superiores en general o compañeros.

El liderazgo consiste en proporcionar ejemplos. Con el tiempo, las costumbres y la filosofía de la persona sobre quien recae la responsabi­lidad de un grupo de personas pasan a ser las costumbres y la filosofía de ese grupo que le ayuda y le sigue.

Como mínimo, un 90 % de las pautas de comportamiento de una persona provienen de los ejemplos que esa persona toma de otra gente. Por lo tanto, una de las labores fundamentales de un buen líder, con­siste en dar buen ejemplo.

Seleccione cuidadosamente su papel

Un ejecutivo que trabaja en publicidad me conté una experiencia que le puso en el buen camino en cuestiones de trato con la gente.

«Tenía entonces 22 años y había salido de la universidad hacía poco cuando aprendí una lección muy importante. Conseguí trabajo en una agencia de publicidad como asistente de un ejecutivo encarga­do de clientes. Mi jefe, Bill, era corto de miras y tenía poca paciencia con los artistas, los redactores de textos y demás personas que desem­peñaban las labores creativas. Se burlaba de ellos y ridiculizaba a me­nudo sus ideas echándolas por tierra.»

«Ese fue mi primer trabajo. No me gustaba su forma de tratar a la gente, pero yo daba por sentado que era la correcta. Después de todo, él era el jefe y sus métodos tendrían que ser los buenos.»

«Un viernes estuve fuera de la oficina por cuestión del trabajo. Cuando regresé, tenía el mensaje de que fuera a ver al Sr. Campbell, el vicepresidente de la empresa.»

«El Sr. Campbell fue derecho al grano: “Bill, acabamos de prescin­dir de los servicios de Phillips (mi jefe)”.» La única explicación que me dio el Sr. Campbell fue que, «Phillips tenía dificultades para lograr que el personal encargado de las tareas creativas colaborara con el». A continuación, el Sr. Campbell añadió: «Deseamos que usted perma­nezca con nosotros. A partir de ahora deberá trabajar con Jack Brown.»

«Descubrí que Jack era exactamente el tipo de persona contraria a Bill. Jack sabía hacer que la gente dedicada a las labores creativas se sintiera útil e importante. Era educado y comprensivo en todo mo­mento. Hicimos grandes cosas y desarrollamos campañas brillantes, una detrás de otra.»

«A menudo me pregunto», dijo pensativamente mi amigo, «qué habría ocurrido conmigo si hubiera seguido un año o dos más a las órdenes de Bill. Visto desde ahora, yo era joven, inexperto y muy im­presionable. Si hubiera tomado ejemplo de la forma de actuar de Bill, probablemente habría fracasado. Pero, como si hubiera intervenido la providencia divina, tuve la oportunidad de trabajar con Jack. Él llegó a ser mi modelo y, de verdad, ha resultado de gran utilidad.»

La experiencia de mi amigo nos enseña dos lecciones:

— Según vaya subiendo en el escalafón, pregúntese: «¿Estoy dando un ejemplo bueno y positivo a mis colaboradores?» Recuerde esto, cuide los objetos y el dinero propiedad de la empresa como si fueran suyos y sus colaboradores también lo harán. Dé el 100 % de sí mismo y la gente hará lo mismo. Hable bien de la empresa y las personas a quienes dirige harán lo mismo.

— Elija un buen modelo de comportamiento. Antes de aceptar un trabajo, hágase esta pregunta: «¿Estaré satisfecho conmigo mis­mo si adquiero las costumbres y actitudes de la persona de quien dependo?»

Asegúrese de que sus hijos tengan buenos ejemplos

El otoño pasado hubo huelga de profesores en muchos lugares del país. Algunas de ellas fueron duras y amargas. Los profesores instala­ron piquetes que portaban mensajes tales como: «Hay que colgar a los directores de la escuela», «Estamos haciendo de niñeras, pagadnos» y «Basta ya de explotar a los profesores».

Este alboroto por parte de los profesores me molesté mucho. Uno de los principios más importantes que la educación debe enseñar es el respeto a la autoridad. La actitud de absoluto desafío, por parte de los profesores en huelga, a la autoridad de los directores de la escuela, tuvo que dejar una impresión duradera en la mente de los estudiantes. ¿Por qué van a tener ellos que respetar la autoridad, cuando las perso­nas a quienes se supone que tendrían que admirar —sus profesores— se están ciscando en ella?

La madre de un alumno de uno de los distritos escolares en los que la huelga duraba ya más de un mes me habló de su problema: «Mi marido y yo estamos verdaderamente molestos. A nuestros dos hijos se les está privando de educación. Eso no es justo.»

«Estoy de acuerdo en que no es justo», le dije, «pero hay algo que pueden hacer para resolver el problema. Envíenles a un colegio priva­do.»

«Claro, Jim y yo ya hemos pensado en eso, pero no nos podemos permitir el gasto que supone una escuela privada. Además, estamos pagando impuestos con destino a la escuela pública.»

Mi respuesta fue rápida y directa: «Ya sé que supone una gran car­ga económica para ustedes y sé que no es justo pagar un colegio priva­do y otro público. Pero tienen la obligación ante sus hijos de darles lo mejor. Vendan uno de sus coches, replanteen la financiación de su casa, compren comida más barata. Hagan lo que sea necesario para poder llevar a sus hijos a una escuela en la que los profesores les den buen ejemplo.»

También señalé que era muy malo para sus hijos estar bajo la in­fluencia de unos profesores caprichosos que se negaban a cumplir con su labor de enseñanza, por unos pocos puntos en el porcentaje de la escala de salarios. Recordé a mi amiga que, silos profesores alberga­ban unos sentimientos tan negativos sobre la cuestión de su salario, era de suponer que estarían dando un pésimo ejemplo a sus hijos en otras cosas.

Los problemas de nuestro sistema de escuela pública nunca se resol­verán por medio de sueldos más altos para los profesores. La solución está en seleccionar profesores que se dediquen a hacer que los chicos aprendan. La vocación de la enseñanza, como ocurre con el ministerio religioso, nunca ha dependido, ni debe depender nunca, de la remune­ración económica. Lo que atrajera a las personas a la profesión de la enseñanza debería ser la oportunidad de ayudar a una mente joven a desarrollar una escala de valores relativos al hogar, los demás y el país en conjunto.

Mi amiga capté la idea. Tres días más tarde sus hijos iban a una escuela privada.
El viejo dicho, «Un acto dice más que mil palabras», no ha sido aún rebatido. Lo que hacemos, la forma en que actuamos y reacciona­mos y cómo respondemos ante las distintas situaciones enseña a los jóvenes mucho más que las palabras que decimos. Considere estos he­chos:

Hay pruebas estadísticas que demuestran, sin lugar a duda alguna, que es mucho más probable que tengan problemas con el alcohol unos chicos con un padre o madre alcohólicos, que aquellos cuyos padres no beben o lo hacen moderadamente. Los chicos hacen lo que ven ha­cer.
Los padres que maltratan físicamente a sus hijos, cuando eran niños fueron, a su vez, maltratados. Si un joven es maltratado, cuando crece, piensa que le ha llegado su turno de hacer lo mismo.

La mayoría de los adultos que viven en estado de pobreza sufrie­ron pobreza cuando eran pequeños. Millones de norteamericanos adultos, que han vivido toda su vida en la pobreza, la consideran como algo normal. A menudo, el ejemplo de la pobreza enseña pobre­za.

La mayoría de los norteamericanos adultos que van a la iglesia, también iban cuando eran niños. También es verdad lo contrario. La mayoría de los adultos que no van a la iglesia tampoco iban cuando eran jóvenes.

Los padres que abandonan a sus hijos normalmente son hijos de padres que hicieron lo mismo.
Los hijos de padres que creen en y ayudan a los sindicatos (en vez de a la empresa que les paga) es más probable que en su día apoyen a los sindicatos, que los hijos de padres que consideran la empresa (en vez del sindicato) como su verdadero benefactor.

De una forma o de otra, consciente o inconscientemente, las cos­tumbres, los puntos de vista y los prejuicios de los padres se convierten en modelos de comportamiento para sus hijos. ¿Qué significa todo esto?: que la formación de sus hijos depende, en su mayor parte, del ejemplo que uno les dé, no de lo que les diga. Así que proporcione ejemplos positivos.

Consídérelo de esta forma. Uno enseña a un niño a andar por me­dio del propio ejemplo (fíjese en cómo un niño pequeño intenta andar como su padre); también se enseña a los niños a usar la cuchara, el cuchillo y el tenedor no por el sistema de darles una serie de instruccio­nes, sino por el procedimiento de mostrarles cómo se hace. A un niño de 4 años de edad, se le enseña cómo se utiliza un cinturón de seguri­dad, haciendo una demostración con uno de ellos, no por medio de un discurso sobre la seguridad.

Una parte muy importante de la vida de un niño está ya programa­da cuando tiene 3 años de edad. Y casi nada de esa programación ha sido proporcionada por medio de la palabra. Por lo tanto, nuestras vidas están moldeadas por los ejemplos de otros.

Hace poco tiempo hice una presentación en una de las empresas más importantes del país, propietaria de una cadena de grandes alma­cenes. Era un acontecimiento especial para mí, porque había conocido a mi anfitrión, el presidente de la compañía hacía 25 años, cuando él era un empleado de almacén que comenzaba su carrera como vende­dor al por menor.

«Has recorrido un largo camino», dije a mi amigo, «y puedes estar muy orgulloso de lo que has hecho. Yo ya sabía que tenías buenas cua­lidades. Pero has debido hacer algo especial, algo muy especial para recorrer todo el camino hasta llegar a presidente.»

Mi amigo me dijo riendo: «He desarrollado un concepto sobre di­rección que tú me enseñaste. Me ha beneficiado más que cualquier otra cosa.»

Esto despertó mi curiosidad, así que le pregunté: «¿A qué te refie­res?»
«Simplemente a esto. Hiciste que todos tus discípulos nos apren­diéramos de memoria este pequeño verso: “4¿Cómo sería nuestro mun­do si sus habitantes me imitaran a mi?”. Pues bien, he vivido conforme a ese verso siempre, desde que lo aprendí. Ahora lo he convertido en:

“¿Qué tipo de almacenes habría si sus directores me imitaran a mí?”.

Y ha operado milagros en mi carrera y en la de los cientos de directo­res de quienes soy responsable. Todos los directores de nuestra empre­sa aprenden que deben enseñar a su gente dándoles buen ejemplo.»

«¿Te refieres a algún ejemplo en concreto?», le pregunté. «Me con­centro en tres aspectos», me explicó.
«En primer lugar está el ejemplo sobre «cómo cuidar al cliente». Todos nuestros directores dedican una parte de su tiempo a trabajar con los clientes. Esto ayuda a los empleados. Después de todo, el me­jor sistema, con mucho, de preparar a la gente para vender, es mos­trarle cómo se vende. Y resulta estupendo para la moral de los empleados ver a los directores, me refiero a todos los directores, yo incluido, mostrando la mercancía, tratando un problema de crédito, empaque­tando los artículos o realizando cualquier faena. Es bueno también para nuestros directores porque mantiene el contacto día a día con el negocio.»

«El segundo de los ejemplos», continué mi amigo, «es el ejemplo del “respeto a los medios”. Esto significa demostrar respeto por las mercancías, el dinero, los accesorios y el equipamiento. Cuando un di­rector maneja cuidadosamente la mercancía y la dispone adecuada­mente, los empleados lo hacen también. Un buen ejemplo sobre cómo hacer que la mercancía tenga un aspecto atractivo vale más que un co­municado de cuatro páginas.»

«¿Y cuál es el tercer ejemplo?», le pregunté.
«Yo lo llamo el ejemplo del “aspecto profesional”», contestó mi amigo. «Es muy importante que el personal tenga aspecto de persona profesional e inteligente. Nuestros directores establecen un código so­bre cómo vestir, para proyectar una imagen profesional, cuidada, lim­pia y conservadora.»
«Veo que tienes una gran fe en crear un equipo comercial a base de poner los ejemplos que quieres que se sigan», observé.
«Efectivamente», replicó el ejecutivo. «Es la única manera, en mi opinión, de desarrollar las actitudes y habilidad correctas. No hay otra forma de que yo te enseñe cómo tienes que atarte los zapatos que mos­trarte cómo hay que hacerlo. Y no hay forma de enseñar a una perso­na cómo atender a un cliente, salvo hacer una demostración de cómo se atiende a un cliente.»

Tercer paso: Diga lo que piensa

Dirigir es hablar. Los directores dicen lo que piensan. Piense en al­gunos de los grandes líderes.
Churchill era un maestro hablando. Roosevelt era un excelente orador. Martin Luther King Jr. podía mantener a decenas de miles de personas como hipnotizadas. Adolf Hitler, a pesar de ser un demonio de la peor ralea, era, sin embargo, un líder. En su libro Mein Kampf explica la importancia de la oratoria, en relación con el liderazgo. En este libro dijo: «Sé que uno es capaz de ganarse a la gente mucho mejor por medio de la palabra hablada que por medio de la palabra escrita, y que todos los grandes movimientos que ha habido en la tierra deben su existencia a grandes oradores y no a grandes escritores.»

En los negocios, son las personas que hablan espontáneamente en las conferencias y reuniones (no los que escriben comunicados) los que mueven a la gente a asumir nuevas responsabilidades. Pero pocas per­sonas tienen la confianza suficiente como para expresar sus puntos de vista.

Hace poco almorcé con un amigo que es presidente de una empre­sa en expansión. Me dijo: «Tengo un problema. Mi cuadro de directo­res está formado por cincuenta personas. Nos reunimos cuatro veces al año. Pero solamente tres o cuatro de los directores dicen algo en las reuniones. Para conseguir que los demás hablen tengo que dirigir­les una pregunta concreta individualizada como: “John, ¿qué opinas de esto o de lo otro?”»

Aseguré a mi amigo que la falta de participación es general en to­das las reuniones. Señalé que en cualquier ocasión en que se reúnen entre 10 y 20 personas, solamente un 25 % suele hacer de forma espon­tánea algún comentario. El otro 75 % se limita a permanecer sentado.

Hice otra observación a mi amigo: «Las personas que están en si­lencio durante la reunión hablarán después, entre ellas, en pequeños grupos dedos o tres. La gente que no hace ningún comentario en el transcurso de la reunión formal siempre tiene mucho que decir des­pués de ella, en los despachos, durante el almuerzo o después del tra­bajo.»

Recuerde la última reunión a la que asistió, tal vez una reunión de directores, de vendedores o de socios de un club. Probablemente, sólo unos pocos dijeron algo. Y, muy probablemente, después de la reunión, los que habían estado callados formaron grupos de dos o tres personas e hicieron comentarios como, «me habría gustado que al­guien hubiera sugerido que...» o «4¿.por qué nadie habló al jefe sobre el problema que tenemos con el nuevo sistema de seguridad?» o «me habría gustado que alguien hubiera dicho algo sobre...».

Hay una sola palabra que explica por qué la mayoría de la gente dice lo que piensa: miedo. Miedo a hacer el ridículo. Miedo a parecer tonto. Miedo a decir algo polémico. Miedo a que una supuesta vul­garidad, dicha por uno mismo, produzca un silencio embarazoso. Se necesita valor y confianza para hablar en público.

Algunas personas creen en el viejo proverbio: «Es mejor estar callado y pensar una tontería que abrir la boca y decirla.» Pero el prover­bio nos aconseja mal. Quédese en silencio y reducirá enormemente sus posibilidades de obtener influencia. No existe ninguna otra habilidad tan importante para triunfar como la de saber hablar a otras personas, atraer su atención y convencerles del propio punto de vista.

Nuestro sistema educativo, por regla general, hace caso omiso de esta facultad imprescindible para el éxito. Uno puede obtener un doc­torado en muchos campos, incluido el de la dirección de empresas sin recibir enseñanza alguna sobre oratoria. Sin embargo, es prácticamen­te imposible llegar a lo más alto en el terreno profesional y, desde lue­go, acercarse a ese triunfo rotundo, si no se sabe expresarse de forma positiva. He aquí seis líneas maestras que le ayudarán a adquirir la costumbre de hablar en público:

1. Diga lo que piensa. Plantee una pregunta, exprese una opinión, cuente una experiencia personal o, como sea, diga algo en cualquier reu­nión a la que asista. Diga lo que piensa y empezará a sobresalir. Se sepa­rará del 75 % que no dice nada excepto algún tímido comentario como «no lo sé», «me parece bien» o, simplemente, «sí» o «no», cuando se le hace una pregunta directa. La persona que preside una reunión está deseando que se le den ideas, se hagan sugerencias y comentarios úti­les. Exponga espontáneamente sus puntos de vista y mostrará talento para el liderazgo, lo cual le será muy beneficioso. Dígase a sí mismo:
«Diré algo en todas las reuniones a las que asista.» No le va a ser fácil. Pero recuerde que la única forma de vencer el miedo a hablar es ha­blando.

2. Haga sus comentarios de forma positiva. No debilite lo que pien­sa decir comenzando con una introducción como «tengo una idea, probablemente no sea buena, pero la voy a exponer». Nunca quite im­portancia a sus sugerencias antes de hacerlas. ¿Compraría un coche si el vendedor le dijera: «Probablemente no le va a gustar este coche, pero de todas formas échele un vistazo?»

3. Muéstrese honesto. Cuando Churchill hablaba al pueblo británi­co durante la segunda guerra mundial, les decía la verdad. Anuncié que para ganar, tendría que haber sangre, sudor, duro trabajo y lágri­mas. Los grandes líderes que dirigen empresas en crisis dicen de ante­mano: «El camino hasta la recuperación va a ser difícil.»
Algunos a quienes gustaría ser buenos líderes prometen un camino fácil hacia el éxito. Pero la gente responde mejor si se le dice la verdad. Un entrenador de fútbol que dice a su equipo: «Ganar este partido va a ser pan comido», tendrá problemas, con toda seguridad.
Una vez que se ha perdido la credibilidad, cuando la gente cree que no se le está diciendo la verdad, pierde la fe en cualquier otra cosa que se le diga, aunque sea verdad. En la primera guerra mundial se decía a los soldados alemanes que los soldados británicos eran unos gallinas y que los componentes de las tropas francesas sólo pensaban en vino y mujeres. Cuando los soldados alemanes se enfrentaron a los france­ses y británicos en combate rápidamente se dieron cuenta de que la propaganda que se había hecho en su país no respondía a la realidad.
Pronto pasaron a no creerse nada de lo que se les decía.
Durante la última recesión económica muchas empresas pidieron a sus trabajadores que aceptaran recortes salariales para ayudar a que la empresa pudiera sobrevivir. Aquellas empresas que expusie­ron los hechos en la mesa de negociaciones tuvieron menos proble­mas para conseguir que los empleados aceptaran un recorte en sus salarios o una semana laboral más corta. Pero las empresas que in­tentaron engañar a sus trabajadores proporcionando falsas interpre­taciones de los datos económicos se encontraron con verdaderos pro­blemas.
Resumiendo: diga la verdad a la gente y ésta le ayudará. Miéntales y le abandonarán.
Profesores: si el examen que ha preparado para los estudiantes la próxima semana va a ser difícil, dígales la verdad y se prepararán me­jor.
Supervisores de trabajo: si es necesario que se hagan horas extraor­dinarias, explíqueles a los empleados por qué es absolutamente necesa­rio el trabajo extra, y entonces colaboraran.
Ejecutivos: si la empresa está atravesando dificultades financieras, diga la verdad a los accionistas y a los directores y apoyarán sus planes de saneamiento financiero. Si les miente, desarrollarán un resentimien­to hacia usted y podrían pedirle que dimita.
Padres: cuando explican a sus hijos que lograr algo que merezca la pena requiere dedicación, tenacidad y sacrificio, están ejerciendo bien su autoridad.

4. Trate las críticas con mentalidad positiva. A nadie le gusta que se le critique o que se rían de él. Resulta humillante cometer errores en público. El gran miedo de parecer tonto está compuesto de todo tipo de miedos más pequeños, como, por ejemplo, miedo a cometer errores gramaticales o de pronunciación, a olvidar lo que uno quiere decir, a ofender a alguien o a que se nos diga que hemos hecho mal las cosas.

A nadie le gustan las críticas. La forma de llevar bien las críticas es esperarlas. Acéptelas como si fuera un cumplido. Recuerde que la persona más criticada en América no es un terrorista ni un enemigo del pueblo. La persona a quien va dirigida la mayor parte de la arti­llería dialéctica es el Presidente. No sólo los comentaristas políticos tratan de desacreditar cualquier cosa que diga el Presidente; también las personas ignorantes y que siempre están cambiando de opinión le ponen de chupa de dómine, porque no les da algo a cambio de nada.

En la empresa nadie critica al portero, pero mucha gente piensa que el presidente del consejo de administración se equívoca en lo que hace y en lo que dice.

Así que esté contento si recibe críticas. Es una prueba de que está adquiriendo importancia. Se necesita fuerza para estar en la línea de fuego, de forma que siéntase orgulloso.

5. Informe y proporcione inspiración, nunca ataque. Una presenta­ción consigue resultados positivos cuando es una buena mezcla de in­formación y de inspiración. Un buen discurso nunca ataca las ideas de otro. Diga lo que diga otro orador, contrario a sus puntos de vista, no le ataque ni trate de demostrar que está equivocado.

Ser constructivo da buenos resultados. Un ejecutivo que trabajaba publicidad me conté cómo su agencia había ganado como cliente a una empresa multimillonaria de venta de bebidas.
«Invitaron a otras tres agencias a exponer sus ideas sobre la cam­paña publicitaria. El cliente me dijo cuáles eran los planes de esas agencias. Y, además, añadió, “siéntese con entera libertad para criti­car sus estrategias si cree que, haciéndolo, conseguirá que se acepten sus planes”.»
«¿Y lo hiciste?», le pregunté.
«De ninguna manera», replicó mi amigo. «Sencillamente dije al principio de mi exposición, “las otras agencias que están ustedes to­mando en consideración tienen gente muy buena y creativa. Pero nuestra estrategia es única, de forma que no voy a comparar las pro­posiciones de unos y otros.” A continuación, procedí a explicar mi plan. Mi presentación tenía que ser juzgada por sí misma. Si hubiera intentado demostrar las razones por las cuales nuestra agencia era la mejor, habría abierto la puerta de la polémica. Pero al no atacar a mis competidores, evité el conflicto y obtuve el cliente.»

Recuérdelo, la gente de mente pobre pelea a puñetazos y a palos. Las personas de mente caprichosa, que están justamente un paso por encima de las anteriores, pelean con sus palabras, y la gente de mente amplia no pelea en absoluto.

Cuando uno explica que su plan (las bases, la perspectiva o la es­trategia) es mejor que el de alguna otra persona, o cuando, de la forma que sea, ataca a alguien, la persona que tiene que tomar la decisión final, se pondrá del lado del competidor y le apoyará.

En vez de hacer eso, limítese a exponer su plan de forma positiva y consciente, sin criticar las ideas de los demás. Nunca, absolutamente nunca, utilice el estrado desde el que habla, para echar por tierra las ideas de alguien. Eso solamente le llevaría a una guerra que probable­mente perdería.

La campaña para la reelección del Presidente Reagan, en 1984, es un ejemplo clásico de cómo desenvolverse en una competición. El Pre­sidente ni tan siquiera designó por su nombre a su competidor. Rea­gan no hablaba contra nadie. Concentró sus energías en luchar en pos de un programa positivo. Y recibió un número «récord» de votos.

A la hora de vender algo —sean ideas o productos— aplique el 100 % de su esfuerzo a la explicación de la parte buena de lo que ofre­ce. No ataque nunca las ideas o los productos de sus competidores. Los anuncios televisivos que muestran cómo el producto A es mejor que los productos B y C sólo hacen publicidad gratuita de estos últi­mos productos.

6. Hable con sencillez. Confucio dijo: «Una gran persona jamás pierde la sencillez de un niño.» Ralph Waldo Emerson hizo esta obser­vación: «No hay nada más sencillo que la grandeza. De hecho, ser sen­cillo es ser grande.» De la misma forma que una máquina no tiene por qué tener piezas innecesarias, cuando uno habla no tiene por qué decir cosas innecesarias.
Fíjese en estas expresiones muy usuales:

Forma incorrecta
El abajo firmante
En el momento presente
Lo antes posible
Permítame que exprese mi gratitud
El autor opina que
En un momento ulterior
Dentro de las fronteras de
A la vista de que
Subsiguientemente a
Sin mayor dilación

Forma correcta
Yo
Ahora u hoy
Pronto
Gracias
Yo creo que
Más tarde
En
Porque
Después de
Inmediatamente

Las palabras grandilocuentes, las ideas complejas, las afirmaciones hechas por medio de frases extensas hacen que uno resulte envarado y pomposo. En lugar de eso, hable con sencillez, de forma que un niño pueda entender lo que dice. Nunca use el estrado para mostrar al mun­do lo listo que es y lo preparado que está. Acepte el consejo de Emer­son, sea sencillo en todo lo que haga.
Los campeones olímpicos de salto de trampolín, cuando realizan uñ salto complicado, no utilizan los músculos que no son necesarios para efectuarlo; los magos, hacen sus trucos de una forma tan sencilla que a todos los niños les parece que ellos también podrían hacerlos. Los actores que obtienen premios trabajan de forma extraordinaria­mente dura para que no se note que están actuando.

Cuarto paso: Permita que los demás le ayuden

El presidente de una empresa de electrónica de California contaba cómo había utilizado lo que se llama «dirección participativa» para avanzar en su carrera. Su experiencia dice mucho sobre la cuestión de dirigir a otras personas.
«Mi primer trabajo después de graduarme en la academia naval fue el servicio, en calidad de oficial junior de electrónica, en un portaa­viones. Inmediatamente me di cuenta de que sabia muy poco sobre la parte técnica del trabajo. Pero rápidamente vi que tenía a mi alrededor a unos cuantos contramaestres muy experimentados. De forma que todos los días me reunía con ellos, planeábamos las actividades de la jornada y luego les pedía que expusieran sus ideas sobre cómo debía­mos actuar. Su respuesta fue magnífica. Más tarde me enteré de que el oficial junior de quien dependían anteriormente nunca les pedía su opinión. Estaban encantados con mi método participativo de actua­ción.»
«Cuando dejé la armada empecé a trabajar en una empresa de elec­trónica. De nuevo, pronto me di cuenta de que necesitaba que mis ayudantes me expusieran sus ideas y métodos. Y otra vez descubrí que, permitiéndoles que me ayudaran en las labores de planificación, quedaba garantizado que hicieran el trabajo y que lo hicieran bien.»
«Rápidamente me ascendieron. Hace dos años me nombraron pre­sidente de la empresa, a los 37 años de edad. Atribuyo mi éxito a una cualidad en la forma de dirigir: la de inspirar a la gente, a base de ha­cerles participar en la concepción de las ideas y en la planificación.»
He aquí las líneas maestras para que los demás le ayuden.
1. Considere el elogio como si se tratara de dinero. Inviértalo. Los líderes nunca acaparan la gloria. Un líder, cuando recibe un elogio, siempre lo invierte en sus ayudantes. Un entrenador de fútbol inteli­gente nunca se atribuye las victorias. Se las atribuye al equipo. Esto hace que los jugadores quieran emplearse aún más a fondo la semana siguiente. De forma que, cuando le feliciten o reciba un premio, tome siempre la alabanza que recibe y reinviértala en aumentar la moral de la gente que le apoya. Si es usted director de ventas y éstas suben, no se atribuya el éxito. Atribúyaselo a sus vendedores. Si es usted director de producción y se superan los objetivos propuestos, felicite a los tra­bajadores. Saque partido a las alabanzas que reciba. Los líderes nunca acaparan la gloria. De la misma forma que el. dinero bien invertido produce más dinero, los elogios invertidos en las personas que le ayu­dan harán que estén dispuestas a hacerlo aún mejor.
2. Asuma el 100 % de la responsabilidad cuando salgan mal las co­sas. Un líder entiende perfectamente que se puede delegar la autoridad o el poder para actuar, pero no la responsabilidad del resultado.
En 1984, 312 marines fueron asesinados por un terrorista en Bei­rut. El Presidente Reagan, como comandante en jefe, actuó inteligen­temente y asumió toda la responsabilidad de la tragedia. Si hubiera culpado al comandante de los cuerpos de marines, no habría actuado como un líder y habría sido objeto de fuertes críticas.
La matanza de la Bahía de Cochinos fue un desastre. Algunos de los colaboradores del Presidente Kennedy le aconsejaron que cargara las culpas a la administración de Eisenhower por el fracaso, ya que una gran parte de la planificación se había hecho antes de que él llega­ra a la presidencia. Pero Kennedy ejerció su liderazgo y dijo a la na­ción: «Asumo toda la responsabilidad.» Después de esto, las criticas por el fracaso disminuyeron enormemente.
El Presidente Nixon violó esta ley de asumir la responsabilidad en el caso Watergate y tuvo que cesar, antes de ser censurado por las cá­maras legislativas. Muchos pensaron entonces que si Nixon hubiera asumido toda la responsabilidad, si hubiera dicho al pueblo norteame­ricano, «acepto la responsabilidad por las trampas y sucios trucos», habría salvado la presidencia. Pero, testarudamente, intentó culpar a otros, y la historia le recordará solamente por sus errores, y no por los buenos logros que también realizó.
Cuando las cosas vayan mal, nunca eche la culpa a sus ayudantes. Eso hace que uno parezca pequeño y débil. En vez de hacer eso, actúe con grandeza. Admita que usted, y no su gente, ha actuado con torpe­za y demostrará que es un líder.
3. Coordine las ideas de los demás. Los grandes líderes estudian a las personas. Y el conocimiento de las personas es la información más importante que se necesita para lograr el éxito, la riqueza y la felici­dad. El conocimiento del trabajo no tiene la misma importancia. No porque sepa uno programar un ordenador puede dirigir un departa­mento. Puede ser que sepa uno vender y, sin embargo, no tenga las cualidades necesarias para ser director de ventas. Uno puede haber obtenido la máxima nota en la escuela y no ser un líder.
Debe saber que el conocimiento, por sí solo, no le da poder. Es la materia prima del poder y hay que canalizarlo. Probablemente, co­nocerá usted gente con conocimientos excepcionales que no serían ca­paces de dirigir una tropa de Boy Scouts ni de ocupar eficazmente la presidencia de un club cívico. El liderazgo supone aprovechar, coordi­nar y ensamblar los conocimientos de los demás.
De nuevo, el liderazgo es conocer a las personas, no conocer las tareas y trabajos concretos.
Tenga en cuenta este ejemplo. Supongamos que quiere usted llegar a ser el presidente de una gran universidad. Para prepararse, decide usted seguir todos los cursos que se enseñan en esa universidad. Si hi­ciera esto, tendría, como mínimo, 2.500 años de edad antes de comple­tar su preparación.
Suponga que su objetivo es llegar a ser el presidente de la General Motors. Para estar preparado para este alto puesto, usted decide do­minar todos los trabajos que se realizan en la General Motors. En este caso también, llegará a los 2.500 años de edad, como poco, antes de estar listo para el puesto.
Los líderes deben ser capaces de dirigir a personas que tienen mu­chos más conocimientos especializados que ellos.
Para llegar a ser un buen líder, ocúpese de estudiar a las personas, de cómo motivarlas para que colaboren, para que pongan todo el esfuerzo de su parte y para que acepten hacer sacrificios personales.
Quinto paso: Acepte el riesgo y logrará admiración

Hace unos cuantos años, en un vuelo corto de Cleveland a Colum­bia, tuve a mi lado, como compañero de asiento, al extraordinario filósofo cristiano, Dr. Robert Schuller. Me hizo un comentario muy estimulante, que contiene una gran lección en cuestión de liderazgo. Dijo: «¿Por qué la mayoría de la gente, cuando se despide de otra per­sona dice: cuídate? Nuestro país está construido por las personas que arriesgan, no por las que se cuidan. Convertir las posibilidades en rea­lidades siempre implica riesgos.»

¡Qué gran concepto del liderazgo! Todos los negocios los inicia al­guien que asume un riesgo. Y para lograr que un nuevo negocio tenga éxito, hay que asumir más y más riesgos. ¿Gustarán nuestros produc­tos a la gente? ¿Trabajarán bien los empleados? ¿Rendirá la inversión? Estas son algunas de las cuestiones arriesgadas con las que se enfrenta el empresario.

Todos los grandes logros los obtienen personas que se arriesgan. El Dr. Christian Barnard arriesgó su reputación como cirujano, cuan-’do realizó el primer trasplante de corazón humano. Lee Iacocca afron­tó riesgos enormes cuando intentó, con éxito, hacer revivir a la com­pañía Chrysler. Y el Dr. Norman Vincent Peale se arriesgó a ser expulsado del clero, cuando escribió su r.evolucionario libro The Po­wer of Positive Thinking

Desgraciadamente, la educación se centra en cómo evitar los ries­gos, no en cómo beneficiarse asumiéndolos. Por cada empresario que asume riesgos, las escuelas de negocios forman a cinco ejecutivos que trabajan contratados en una empresa. Y sé por propia observación, y por tanto, de primera mano, que los profesores ponen cinco veces más empeño en cómo evitar riesgos que el que dedican a enseñar a buscar el triunfo, a pesar de los riesgos que implique.

Un entrenador de fútbol norteamericano me explicó por qué deci­dió realizar una jugada que costó a su equipo el partido y el campeo­nato. «Logramos hacer un ensayo cuando faltaban menos de 20 se­gundos para que terminara el partido. El tanteador nos situó a un solo punto por debajo del equipo rival. Entonces, tuve que tomar la deci­sión más importante de toda la temporada: ¿realizaríamos una jugada de un solo punto, muy fácil de lograr, que nos habría proporcionado una carrera y el campeonato, o intentaríamos una jugada de otros dos puntos, mucho más arriesgada? Si la jugada de los dos puntos no salía bien, perderíamos el partido y el título.»

«Tal y como recuerdo aquel partido, intentasteis la jugada de dos puntos», le comenté.
«Sí, y salió mal, de forma que perdimos», siguió el entrenador, «pero no me arrepiento. Justo antes de que fracasara la jugada, pedi­mos un tiempo muerto y uno de los jugadores me dijo: “Todos los es­pectadores quieren que intentemos la jugada de dos puntos. ¡Hemos venido a ganar!” Se criticó mucho mi decisión, que nos costó una ca­rrera y el campeonato. Miles de aficionados quedaron descontentos. Pero todos los jugadores estaban satisfechos de haberlo intentado. Y yo, como entrenador, siempre he puesto en primer lugar a los jugado­res. Estoy tratando de prepararles para la vida.»

«Esta jugada la hicimos hace 13 años, y muchas veces, desde en­tonces, los jóvenes que jugaron aquel día me han dicho que fue la me­jor lección que han aprendido en su vida. Les ayudé a entender lo que significa la valentía.»

Piense en cuántas veces oye decir a alguien: «Me gustaría haber in­vertido en la empresa XYZ» o «Me gustaría haber conseguido un tra­bajo en la corporación ABC» o «Me gustaría haber hecho esto o lo otro», y hay una gran cantidad de personas infelices por el «me gusta­ría haberlo hecho pero no lo hice».

Sin embargo, todos los que consiguen éxito, riqueza y felicidad asumen más riesgos que aquellos que eligen una vida mediocre. Asu­mir riesgos le ayuda a descubrir a uno su autenticidad.

Recuérdelo, el que nunca arriesga, nunca gana. Un escritor aficio­nado me dijo un día: «Nunca he sometido mi trabajo al juicio de un editor. Probablemente lo rechazarían.» Un joven me explicaba por qué no se dedicó a la profesión de vendedor, «no creo que tengo las cualidades que se necesitan para ello». No se arriesgó a intentarlo. Muchas personas explican, de esta forma, por qué no cambian de tra­bajo: un cambio de trabajo implica riesgo, incertidumbre.

Asumir riesgos no significa jugar al azar. Cuando se asume un ries­go, uno tiene cierto control sobre los resultados. Cuando se juega al azar, el resultado se le escapa de las manos.

Hace poco, me encontré con Jack W., en Detroit. Jack había tra­bajado durante 17 años como ingeniero en la General Motors. «Mi trabajo estaba bien, pero no podía entregarme al 100 % en lo que ha­cía. Había pensado durante años en emprender un negocio propio. Pero siempre encontraba una buena razón por la cual no podía; no tenía suficiente dinero, podía fracasar, mi familia y yo necesitábamos una fuente segura de ingresos, y todo tipo de excusas de este tipo. Al final, mi mujer me animó a dar el salto: “No eres feliz”. Me dio Seguri­dad para creer que podía lograrlo. Así que dejé el trabajo y fundé una empresa propia de ingeniería. Durante dos años, todo el personal de la empresa consistía solamente en yo mismo, que me dedicaba a ven­der mis servicios a empresas que querían furgonetas equipadas a su gusto y medida, y vehículos de recreo. Ahora me va muy bien.»

Le felicité por haber tenido el valor de cambiar la seguridad por la incertidumbre.
«Pero hay algo más en mi experiencia que quiero que sepa», conti­nuó Jack, «la satisfacción conmigo mismo aumentó, adquirí más con­fianza. Empecé a encontrarme verdaderamente mejor conmigo mis­mo. Y otro de los resultados positivos fue que me gané un mayor respeto por parte de mi mujer, mis hijos y mis amigos. La gente me admiró por haberme lanzado a instalarme por mi cuenta.»

Las personas que triunfan tienen claras sus prioridades. Ponen, en primer lugar, la asunción de riesgos, y en segundo lugar, la seguridad. Saben que asumir riesgos, de forma tenaz, creativa e inteligente, les dará, con el tiempo toda la seguridad que desean.

A la hora de dirigir a personas aplique estos principios:

— Tienda a lo Óptimo. Las grandes satisfacciones provienen de ha­berse empleado lo mejor posible en cualquier actividad. Los re­sultados medianos no son nunca suficientemente buenos.
— En todo lo que haga, otros le imitarán. De forma que dé el ejem­plo que quiera que sigan.
— Decir lo que se piensa es fundamental para dirigir bien. Exprése­se en todas las ocasiones en que tenga oportunidad para ello. Venza el miedo a hablar hablando.
— Usted necesita que los demás le ayuden para conseguir sus obje­tivos. Así que, gánese su colaboración.
— Invierta todos los elogios que reciba.
— Asuma el 100 % de la responsabilidad cuando las cosas salgan mal.
— Coordine las ideas de los demás.
— Tenga el valor de arriesgar. Asumir riesgos es tan importante para triunfar como respirar lo es para vivir.

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